El sufrimiento y la persecución a Jeremías, que describe la primera lectura, anunciaba ya muchos siglos antes esa otra persecución a Cristo, que fue acosado cada vez más por unos fariseos dispuestos a apedrearle por blasfemo. Y, sin embargo, el evangelio cuenta cómo el Señor se escabulló de sus manos, una vez más, y se retiró a la soledad del descanso y oración, junto al Jordán, muy cerca del lugar donde había sido bautizado por Juan Bautista. Allí recordaría el Señor con añoranza cómo aquel gran profeta había sido perseguido por su causa; como lo fue también Jeremías tantos siglos atrás. Y, sin embargo, a pesar del aparente fracaso, muchos allí creyeron en él y entendieron el testimonio que años atrás había dado Juan Bautista de Cristo.

Nuestra condición humana, tan débil y pusilánime rehúye de manera natural todo aquello que sea sufrimiento, incomprensión, persecución y todos sus sinónimos. Nuestra miopía intelectual nos hace creer que es posible vivir nuestra fe sin contradicciones y confesar un Cristianismo sin Cruz. Es más, si pudiéramos arrancar del Evangelio aquellas páginas que nos resultan muy incómodas, que no son acordes con los tiempos que corren, que nos hacen perder popularidad y aceptación en la gente, que nos hacen pasar por exagerados y extremistas, etc., entonces sí: el Cristianismo sería una religión más atractiva, muchos más creerían en Dios y todo sería más fácil y llevadero. Es decir: bajemos el listón, agüemos el Evangelio para hacerlo accesible a todos, no sea que nos quedemos solos. Y, por supuesto, nada de hablar de Cruz, que eso asusta, y tampoco de pecado, que ya no existe, porque ahora lo que se lleva son los errores humanos.

El cristianismo de sofá nos lo hemos inventado nosotros: es aquel que invita a sentarse a todos, a todos por igual, claro; ¿para qué? Pues para ver el partido, porque repanchingados en un sofá no se puede hacer mucho más. En un sofá podemos conmovernos, podemos informarnos, podemos protestar de lo mal que está el mundo…, pero, eso sí, ¡que no me quiten el sitio! Pues así, con estas medias tintas, no siendo ni frío ni caliente, ya se ve que no llegamos muy lejos, es más: que no sabemos ni dónde vamos. ¿Será por eso que no atraemos y no despertamos atractivo a nuestro alrededor?

Ante el misterio de Cristo, nadie puede quedar indiferente. Para rechazarlo, o para seguirlo, pero nadie puede quedar al margen. Un testimonio de Cristo que no suscite nada, ninguna reacción, alrededor, poco –o ninguno- testimonio es. Y no pretendamos dar testimonio de Cristo sin suscitar algún tipo de incomodidad, crítica, sonrisita burlona y hasta persecución, porque si el mundo nos entiende mal andamos. Y no se trata de rechazar el mundo, no; tampoco se trata de ir provocando perseguidores por doquier, no, tampoco. Se trata de ser cristianos normales, es decir, de vivir con normalidad nuestra fe en Dios, nuestra religiosidad, nuestros principios, etc., sin complejos, ni provocaciones, sino eso, con normalidad. ¿O no nos suena eso de que “nadie puede servir a dos señores a la vez?

En esta víspera de la solemnidad litúrgica de San José, el santo de la normalidad, dejemos en sus manos todos nuestros agobios y preocupaciones. Y pidamos a la Virgen Madre el don de la normalidad, que mucha falta nos hace a los cristianos. Y pidamos que esa normalidad no se convierta en compadreo y connivencia con las ideologías, las modas, las opiniones y el qué dirán, es decir, con la mentalidad mundana del mundo mundial. Y si toca disfrutar de la vida, disfrutemos; pero si toca llevar la Cruz, llevémosla. Que ya lo dijo santa Teresa de Jesús con su gracejo castellano: “cuando sardinas, sardinas; cuando perdices, perdices”.