En las películas solemos ver a muchos personajes que plantean siempre la idea de que “toda persona tiene un precio”. Se refieren a que no existe nadie que no tenga como ídolo al dinero. En el pasaje de hoy del evangelio comprobamos que los hombres también pusimos precio a Jesús: treinta monedas. Es el precio por el que Judas lo va a traicionar vendiéndolo a los sumos sacerdotes que querían su muerte. El problema de todos ellos es que no reconocen al Maestro como su Señor. Un nuevo paso para el desenlace fatal que misteriosamente se convertirá en el camino de nuestra salvación.

Y es así. Cuando en nuestra vida no reconocemos totalmente al Señor como tal, como lo primero que amamos, entonces ocupan ese lugar los ídolos, sobre todo el dinero. Para Jesucristo el Padre es lo primero sin lugar a dudas, y a nosotros nos lo enseña nítidamente entregándose fielmente al plan salvador de Dios hasta el extremo, como lo va describiendo el salmo de hoy y el pasaje del evangelio. En estos momentos tan cruciales, Jesús quiere cenar con los que considera sus amigos; también Judas. Y aunque Jesús conoce su traición, lo hace de mil amores y se va despidiendo de todos y tiene los mejores gestos con ellos.

El discípulo de Jesús, el cristiano, tiene que ser forjado y fortalecerse aprendiendo de las actitudes, los gestos y las obras de Jesús que encontramos en las lecturas de hoy. No todo hombre tiene un precio monetario. Los cristianos no adoramos a los ídolos, por eso no tenemos precio. Nuestra lealtad no tiene precio, no puede ser comprada por los poderes de este mundo, pero si tiene recompensa en Cristo: la Vida.

Me he dado cuenta, me lo han compartido y lo veo en muchas personas de mi parroquia, que cuando eres fiel, leal a Dios, tu vida es un canto a la libertad y un camino en el que te vas sintiendo cada vez más lleno. Y lo más importante, sientes cada vez más la presencia del Señor contigo, que verdaderamente no te abandona, que te ayuda, que te escucha, que te comprende, que te defiende, que no te defrauda, y que te hace una persona que merece confianza, porque es firme en sus afectos e ideas, y no engaña ni traiciona a nadie.

Si, es real y posible, porque lo hace posible el Justo entre injustos. Así lo comprenderán después los apóstoles, los discípulos y los santos y ellos nos darán también un ejemplo que hoy nos ayuda a nosotros a vivirlo.