JESUSEstos días asistimos a la revelación personal del Señor resucitado a los amigos. Les va mordiendo la tristeza con su presencia. El Amado del Cantar se hace presente cuando ya no se le espera, cuando la Amada ha arrojado la toalla y se vuelve a casa con los suyos. Cristo se había convertido en el maravilloso recuerdo de quienes anduvieron cosidos a él por Palestina. Pero ni se imaginaban que la muerte no tendría dominio sobre Él. En este punto su actitud se parecía estrictamente a la de Pilatos, a la de Caifás, a la de los fariseos. Ningún ser humano estaba en condiciones de imaginarse un percance tan fabuloso en la Naturaleza.

Lo más apasionante es que los encuentros del Señor con los suyos son una continuación de la relación que mantuvo con ellos mientras transcurrían los años. A Pedro le fue mandando secretos de su Personalidad mientras iban de camino. Le decía cosas muy íntimas, como que sacara del primer pez que pescase dos denarios de la boca para pagar el impuesto, uno por él y otro por el Maestro. En la Última Cena le envía una modesta profecía de su deslealtad cuando lo niegue públicamente, y lo hace a través de un recurso natural tan poco sofisticado como el canto de un gallo. El Señor provocaba toda esta ilustración personal para que Pedro dedujera que aquél por quien había dejado las redes era más que el fundador de una religión novedosa, que en Él habitaba corporalmente el Dios de la Antigua Alianza dispuesto a firmar un pacto definitivo. A María Magdalena le ocurre lo mismo, también ella tiene su particular instrucción, como Judas, por el que el Señor se muere de pena.

Cristo no ama al conjunto de la humanidad sino que se muere por cada uno. Conoce la personalidad de cada persona que se acerca a comulgar en el siglo XXI, conoce esos misterios de indecisión que pueblan nuestro mundo interior. Por eso, el hecho de la resurrección sucedió una noche, pero los encuentros con los amigos suceden allí donde cada uno de nosotros se muestra dispuesto.