“Se pusieron a discutir con Esteban; pero no lograban hacer frente a la sabiduría y al espíritu con que hablaba”. No hay nada más desesperante para una ideología —algunas ramas del judaísmo cayeron en eso— que poner en evidencia sus propias debilidades. Podríamos decir de forma simplona que una ideología se mantiene viva con la “profesión de fe” de una serie de verdades y comportamientos, reforzados por la grandeza un líder, la relevancia de un texto o un lugar, y de una historia acomodada especialmente para que todo sea convincente. Toda buena ideología que se precie se fundamenta además en un cuidado y a veces refinado marketing que aporta una buena dosis de credibilidad, fuerza y veracidad. La historia de la humanidad puede analizarse según este simplón esquema, que acaba por convertir a grandes masas en personas manipulables.

Pero también puede hablarse de ideologías —si podemos llamarlas así— en el ámbito más personal, cuando fruto de la soberbia, nos empeñamos cabezonamente en una serie de plantemientos, a los que damos categoría de leyes. De este modo acabamos viendo sólo lo que queremos ver, y no lo que se nos manifiesta.

Hay ideologías para todos los gustos, también religiosas. Todas tienen en común algo: el miedo a la verdadera libertad personal. Una persona libre, es decir, una persona que vive la libertad interior propia de los hijos de Dios, que vive en conciencia, que juzga con criterio, que habla con sabiduría, que se exige responsabilidad y la exige a los demás, que no maquilla el mal ni oculta el bien, que trabaja honradamente, que tiene convicciones firmes, que sirve de verdad a los demás y no “se sirve” de ellos… Una persona así es peligrosa: pone en evidencia la malicia que le rodea, o al menos la cortedad de ciertos plantemientos.

Esteban sufre el primer zarpazo que genera esa incomodidad: quieren controlarle, reconducirle, pero él no cede. No “tiene” la verdad, como sí la “tienen” los que debaten con él. Simplemente manifiesta la verdad, que tiene fuerza por sí misma. La verdad no “se tiene”, sino que “se manifiesta”. Y esto no se puede ocultar: la verdad no vence, sino que convence.

La auténtica fe de la que nos habla la Sagrada Escritura se funda en un acto de libertad interior: creer en Jesucristo. El acto de fe del cristiano, cuando es verdadero, responde a la gracia de Dios, que ilumina y mueve la libertad. Y uno que es libre ya no es esclavo.

Cristo afirma en el Evangelio: «La obra de Dios es esta: que creáis en el que él ha enviado». Pero la fe ¿es una obra? Ciertamente sí: es un acto, algo que uno hace “porque quiere”. Lejos de un mero sentimiento, la fe es creer en una persona, Jesucristo, a quien conocemos a través de otros que creen en Él. Esto es la Iglesia: el lugar de personas enamoradas de Cristo, que ayudan a otros a creer en Él.

Hoy se celebra la memoria de san Estanislao de Cracovia (s. XI), a quien tanta devoción tuvo san Juan Pablo II. Fue obispo de Cracovia en el s. XI, y lo asesinó el rey Boleslao por evidenciar sus abusos de poder. Un hecho nada original por su constante repetición a lo largo de la historia.

Pedimos con humildad al Señor que ilumine nuestras propias ideologías interiores para que el Espíritu Santo guíe nuestras limitaciones y esclavitudes hacia la verdadera libertad interior, que tantos santos, como san Esteban o san Estanislao, han experimentado.