En boca de muchos se oyen expresiones parecidas a: “la Iglesia tiene que actualizarse”, o “hace falta una verdadera renovación de la Iglesia”. Muchos desean de corazón que haya una auténtica renovación eclesial. El Papa Francisco lo dice; lo dijo Benedicto XVI y Juan Pablo II, y Pablo VI; El Concilio Vaticano II es el gran evento renovador del siglo XX.

La renovación en la Iglesia es una auténtica necesidad; en cierto sentido, podríamos decir que renovación y conversión son, desde este punto de vista, semejantes. Pero si lo pensamos bien, esa necesidad de renovación y conversión no afecta sólo al momento actual: está presente desde los inicios de la bimilenaria andadura de la mayor obra de Cristo.

Es más difícil acertar cuando se define el contenido de esa renovación. Para algunos, supone idear cosas nuevas, retocar los puntos doctrinales más delicados para amoldarse a las costumbres actuales (sexualidad, celibato, aborto, divorcio), convertir la liturgia en una celebración con un tono más secular y accesible… Los consejos que se ofrecen son infinitos. Hay que decir que muchas de esas cosas ya se han hecho en las últimas décadas, y su fruto no ha sido del todo satisfactorio.

Para otros, la renovación de la Iglesia, en una sociedad secularizada, supone un reconocimiento de la institución más antigua que existe, al menos en occidente, y subrayar sus principios doctrinales y los organismos que la representan: el Papa, los Obispos, las órdenes religiosas, etc.

Estos y otros muchos planteamientos apuntan elementos necesitados de reforma, pero corren el peligro de quedarse en el plano más externo de la Iglesia. Cualquier solución que se aplique siguiendo un criterio meramente sociológico difícilmente puede conseguir las metas que se propone. Y es que con la Iglesia hemos topado. No es fácil definirla, ni conocerla completamente; no es sólo humana, pero tampoco es únicamente divina; es particular y universal a la vez; es jerárquica, pero a la vez carismática. El Concilio la definió como pueblo de Dios, misterio de comunión. Quien quiera reformarla ha de ir a sus raices más profundas.

Encontramos hoy esta frase en los Hechos de los Apóstoles: “La Iglesia […] se iba construyendo y progresaba en el temor del Señor, y se multiplicaba con el consuelo del Espíritu Santo”.

Aparecen dos elementos que marcan un claro impulso renovador y reformador en todas las épocas de la historia, también para hoy: la Iglesia está viva cuando progresa en el temor del Señor y se multiplica el consuelo del Espíritu Santo.

El temor del Señor lleva a la Iglesia a ser consciente de su propia fragilidad. Ese temor no es miedo, sino experiencia de la debilidad humana que, fruto de la rutina o la ignorancia, lleva al relajamiento o a construir una vida con criterios meramente humanos y que nos aleja del Señor. El temor, en este sentido, podríamos asemejarlo al respeto: respeto a lo que Dios hace y dice, evitando interpretarlo por nuestra cuenta, o recortando lo que no nos gusta o incomoda. Es dejar a Dios ser Dios; esto nos lo concede ese don maravilloso del Espíritu Santo que es el temor del Señor.

El consuelo del Espíritu Santo da a la Iglesia seguridad y confianza en que la misión más importante la lleva Él y no nosotros. En todo momento y circunstancia, sea favorable o de persecución, el Señor sostiene a sus elegidos, los fortalece, les da esperanza. Lo que hace la Iglesia, lo ha de hacer por el Señor, con el Señor y para el Señor.