En el IV domingo de Pascua, los evangelios de los ciclos A, B y C recogen tres fragmentos de san Juan, donde el Señor se define a sí mismo como el buen pastor. En Cristo llega a plenitud lo que afirma el salmo 22: “El Señor es mi pastor, nada me falta”.

Cada vez son más las personas que nunca han visto a un pastor actuando en vivo y en directo: conduciendo las ovejas, alertando a las descarriadas con un silvido o enviando a los perros, cuidando de alguna que se ha lastimado, vigilando celosamente, o cocinando unas migas en un momento de tranquilidad. La vida del campo se ahoga en el mar de la tecnología. Dentro de unos años ¡habrá tantas imágenes del evangelio que habrá que explicar!

Una cualidad propia de un buen pastor es el celo por aquello que le pertenece. Todos sabemos por experiencia propia que tendemos a no cuidar igual de nuestras cosas que de las que no nos pertenecen. Una persona bien educada tiende a cuidar también lo ajeno como si fuera lo propio. Nuestros campos, bosques y ciudades estarían relucientes y serían un auténtico paraíso. Cuando no se cuida lo ajeno vence el egoísmo de pensar sólo en el bien propio. Pero si cuidamos el bien ajeno, lo hacemos porque es un bien no sólo para mí, sino para los demás. La casa común, que dice el Papa en Laudato sì, se protege cuando se valora el bien que supone para todos.

Esta reflexión sobre el celo por lo propio (que por la buena educación engloba también lo ajeno) permite valorar acertadamente el sentido que tiene la autoridad. El pastor representa la autoridad para las ovejas. Pero dicha autoridad se basa en el bien que comunica al rebaño. No es arbitraria. La autoridad se refiere al bien que pretende defender, y en él encuentra su sentido.

El bien que Cristo comunica es la misma vida divina. Y reconocemos su autoridad porque nadie más en este mundo es capaz de darnos un bien similiar. Lo que Él hace, dice, aconseja o a veces manda, nos conduce hacia el bien, y un bien supremo. Nunca obedecer a Cristo disminuye nuestra autonomía y libertad, sino que se refuerzan al orientar nuesta existencia hacia un bien más sublime del que puedo alcanzar por mis propias fuerzas.

Por eso, si una virtud propia del buen pastor es el celo, una virtud propia de las ovejas es la obeciencia, que viene del latín ob-audire: significa saber escuchar. Y por eso dice Cristo: “Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna”. La escucha de Cristo, es decir, obedecer al Señor, implica la disposición del corazón y la entrega libre de quien le oye. Oir su voz y seguirle significa conocer a Dios. Y siguiendo al Señor, se nos comunica el bien más preciado para el hombre: la vida eterna, propia de la divinidad que se nos comunica por la gracia y los sacramentos en la comunión de la Iglesia.

El bien que Cristo comunicaba con sus hechos y palabras se nos sigue comunicando a través de la Iglesia, y específicamente a través de los sacramentos, que son acciones divinas. Todo el pueblo de Dios recibe en el sacramento del bautismo el sacerdocio común, por el que todos los bautizados se identifican con Cristo sacerdote. Pero algunos miembros del pueblo de Dios reciben una vocación especial para representarlo de modo específico: es el sacerdocio ministerial.

Hoy rezamos por las vocaciones sacerdotales, y también por todos los sacerdotes del mundo, para que sean siempre imagen viva de Cristo buen pastor y vivan siempre con humildad llevar en vasijas de barro un tesoro tangrande para ellos mismos, para la Iglesia y para toda la humanidad.