San Juan nos vuelve a introducir en el cenáculo en la tarde en que Jesús  instituyó la Eucaristía. Les ha dado su Cuerpo y su Sangre como alimento de vida eterna. Les ha dado el mandamiento del amor y les ha enseñado a servir. Y justo después de lavar los pies a sus discípulos se revela como el Señor: … para que cuando suceda creáis que yo soy.

Ha llegado la hora, es la noche del amor hasta el extremo. Jesús comienza la pasión revelándose como “Yo soy”. Es el Mesías, humilde siervo de Yahveh, pero el Mesías. Es la noche de la entrega. Todos entregan a Jesús.

Momentos más tarde en el huerto se sucede la misma confesión. Se acercan a prenderle y una vez más el Señor da un paso al frente. No le pilla desprevenido, la pasión no sucede por casualidad. Jesús, una vez más, da un paso adelante. Se entrega porque quiere, porque nos quiere, se adelanta y afronta su misión. Se lanza al plan del Padre adelantándose continuamente. Justo después de la última cena, después de ese momento de intimidad con los suyos, tras haber rezado en agonía en el huerto, se acerca Judas, el amigo, y con un beso desencadena el prendimiento.

Entrega a Jesús, pero es Jesús quien se entrega. Es el amor el que se adelanta y pregunta: ¿A quién buscáis? Le contestaron: A Jesús, el nazareno. Les dijo Jesús: Yo Soy. Ahí está, una vez más, la manifestación del nombre de Dios del Antiguo Testamento: Yo Soy el que Soy (Ex 3, 14).

El apóstol Juan lo tiene muy claro: es el amor que se entrega. El es el que se entrega a sí mismo a la muerte, el que domina a los enemigos porque es “Yo Soy el que Soy”, porque es Dios. Sobre Él nadie tiene poder. El, en cambio, sí tiene el poder de dar su vida y poder de retenerla. Nadie se la quita, sino que El es quién  la entrega. Para el apóstol la respuesta a la pregunta por la identidad de Jesús ¿quién eres? Es muy clara, es todo un Dios que se entrega. Toda la potencia de Dios resplandece en ese rostro cansado y manchado por las gotas de sangre que han sudado sus poros en la agonía del huerto. Ese es Dios que se entrega. Dios que se me da.

Tanto sorprende la respuesta que retrocedieron y cayeron a tierra. Caen asombrados, no esperaban encontrarse con Dios cara a cara y sin saberlo. Aturdidos se levantan y Jesús firme les vuelve a preguntar lo mismo. Ellos contestan también lo mismo. Saben muy bien a quién buscan pero sin conocerle. Buscan a un malhechor y tienen al mismo Dios en persona.

Si me buscáis a mí, dejad marchar a estos. Es un Dios amigo de los suyos. Dios amigo que vela por sus amigos porque le importan los suyos. El amigo que nunca falla. Le han fallado ellos pero Él no falla nunca. Los protege hasta el final porque le importan los suyos… ¡Le importo yo!

Con María confesemos a Jesús como el Señor y démosle gracias porque no nos deja jamás.