Hechos de los apóstoles 15, 7-21

Sal 95, 1-2a. 2b-3. 10

san Juan 15, 9-11

En el relato de los Hechos escuchamos hoy una de las primeras polémicas que se suscitaron en la primitiva Iglesia. El problema no es tan simple como nos puede parecer a nosotros ahora, con dos mil años de perspectiva. Jesús había dicho que no venía a abolir la antigua ley. Dentro de esta estaba la circuncisión. A diferencia de las normas rituales, la circuncisión había sido mandada por Dios a Abraham como signo de pertenencia al pueblo elegido. Así lo estableció al fijar con él la Alianza.

Cuando la Iglesia se expande y la predicación, principalmente a través de San Pablo, llega a los gentiles muchos se preguntan si no se tendría que exigir a estos que se circuncidaran. Era este un signo importante en la tradición judía. Para dirimir la cuestión se reúnen los apóstoles en Jerusalén. Sería hacia el año cincuenta y algunos lo denominan el primer concilio de la Iglesia.

Allí se determinó que no se podía imponer la circumcisión a los paganos. Pero fijémonos en el argumento que utiliza Pedro: “Desde los primeros días Dios me escogió para que los gentiles oyeran de mi boca el mensaje del Evangelio, y creyeran. Y Dios que penetra los corazones, mostró su aprobación dándoles el Espíritu Santo igual que a nosotros. No hizo distinción entre ellos y nosotros, pues ha purificado sus corazones con la fe”.

Lo que llama la atención en este modo de argumentar es la certeza que tiene el apóstol de que los gentiles, no circuncidados, han recibido el Espíritu Santo. ¿Cómo lo sabe Pedro? Lo sabe porque percibe los efectos de la gracia. No es algo ideológico, sino que Dios le muestra cómo actúa la gracia también entre los no judíos, porque la salvación viene por la fe. En la misma idea abundan Pablo y Bernabé al señalar los prodigios que Dios, mediante ellos, ha obrado entre los gentiles.

Las enseñanzas de la Iglesia en los temas fundamentales se basa en lo recibido por Jesucristo pero Dios, en su bondad, permite corroborar con signos la certeza de dichas enseñanzas. Esto no debemos olvidarlo nunca. A menudo, desde fuera, parece como si la Iglesia fuera caprichosa al prescribir unas normas o predicar una enseñanza. Se olvida que la Iglesia cada día cuenta los resultados de su acción en el mundo y, asistida por el Espíritu Santo, lee en ellos la acción de la gracia. La vida de la Iglesia es conforme a su doctrina. Esto es válido en todos los campos: desde la praxis sacramental hasta la enseñanza moral o las mismas normas disciplinares. No todo tiene el mismo valor, pero en todo la Iglesia actúa según las enseñanzas de Jesús y su comprobación en la historia. Así, por ejemplo, al final del texto de hoy se señalan algunas normas que después serían abolidas (no comer carne de animales ahogados…). Sin embargo nunca se podrá cambiar la afirmación rotunda y definitiva de que “nos salvamos por la gracia del Señor Jesús”.

Una vez más comprobamos como la verdad del Evangelio, y nuestra fidelidad a ella, es la única que salva al hombre.