En el Evangelio de hoy los discípulos no se atreven a contarle a Jesús de lo que estaban hablando por el camino, porque probablemente sentían vergüenza de contarle que estaban discutiendo sobre quien sería el primero y el más importante entre ellos.

El Jubileo Extraordinario de la Misericordia nos recuerda que no tenemos que tener miedo de contarle lo que sea a Jesús. Desde las ansias de poder, de protagonismo, hasta la sed de amor o cariño más básica que puede surgir dentro de nosotros mismos. ¡Qué pena que los amigos de Jesús no se atrevieran! Porque estoy firmemente convencida de que Jesús se lo holía y de que no les hubiera reprochado nada. En la lectura del domingo de Pentecostés llega a decir: «Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí», como dice la Escritura: De su seno correrán ríos de agua viva.

La sed a la que Jesús se refiere abarca toda sed humana: de amor, de cariño, de prestigio, de poder, de querer ser importante, etc. Solamente llegando a expresarle todo a Jesús y haciendo la experiencia de no ser juzgados, sino amados profundamente, podremos ser verdaderos servidores de todos.

Jesús sabe profundamente que toda la sed de nuestra vida, aunque tenga diferentes manifestaciones, es sed de El. ¡Qué pena que sus amigos no se atrevieron a expresárselo! Ójala nosotros tengamos la suficiente certeza en su misericordia para no ocultarle nada a Jesús y dejarnos amar por El justamente ahí.