Santos: Pelayo, niño, Superio, mártires; Salvio, obispo y mártir; José María Robles Hurtado, sacerdote y mártir; Juan y Pablo, hermanos mártires; Antelmo, Hermogio, Virgilio, Rodolfo, Constantino, Marciano, obispos; Majencio, presbítero; Perseveranda, virgen; David, eremita; Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador, beato.

Alguna vez me encontré con alguien que decía ser un ‘cuento’ ese asunto de los curas.

Sí. No pocas veces se presenta la religión como un subproducto no deseable del estamento clerical. Eso, sobre todo, suele suceder lastimosamente en países de larga tradición cristiana. No se sabe muy bien si quienes hacen el aserto intentan desacreditar el Credo ante los demás, o pretenden más o menos conscientemente buscar una excusa que autodisculpe su falta de coherencia por profesar –o decir profesarlo–, pero no está dispuesto a guardar fidelidad a sus principios. Quizá por eso acabe diciendo que la religión es un cuento, un invento de curas, vamos. Desde luego, la figura de José María Robles Hurtado –santo sacerdote mexicano canonizado por el papa Juan Pablo II, en Roma, el 21 de mayo del año jubilar 2000– no tiene visos de ser una comedia malintencionada, ni de que se hiciera sacerdote para conseguir un modus vivendi.

Hacía su vida, tan gris como la de cualquier sacerdote normalito. Tenía solo treinta y nueve años cuando le dieron el pasaporte para la eternidad, no con el procedimiento rápido de un tiro en la nuca, sino con el áspero nudo corredizo de una soga colgada de un olmo: lo ahorcaron. A su edad y con sus cualidades –fue el fundador de la Congregación religiosa que se llama «Hermanas del Corazón de Jesús Sacramentado»; y para eso se necesitan dotes especiales, ¿verdad?– tenía por delante un futuro muy prometedor dentro del estamento eclesiástico donde quizá podría haber llegado a ser obispo o más; y en el caso de pretender una vida cómoda y descomplicada, le hubiera bastado ocultarse mientras pasaba la tormenta y haberse dedicado a esperar tiempos mejores.

Pero no; esa actitud hubiera sido una cobardía, una falta de responsabilidad, un enterramiento estéril de los talentos, una falta de lealtad, una traición al Maestro, un ocultamiento de la verdad, y otras cosas más. Por eso optó por la sinceridad. Todo era cuestión de agradecida correspondencia de amor al Amor. Fíjate lo que escribió muy poquito antes de su muerte:

«Quiero amar tu Corazón, Jesús mío, con delirio;

quiero amarle con pasión,

quiero amarle hasta el martirio.

Con el alma te bendigo, mi Sagrado Corazón;

Dime: ¿Se llega al instante de feliz y eterna unión?».

Había nacido en Mascota, Jalisco, diócesis de Tepic, el día 3 de mayo de 1888.

Párroco de Tecolotlán, fue un apóstol de Sagrado Corazón de Jesús, a Quien amó hasta el fín; entendía de sus latidos que eran anhelos y ansias de amor. No rehusó su abrazo, tan distinto de los que damos los hombres, por mucho que pareciera locura.

Lo ahorcaron en la sierra de Quila, Jalisco, diócesis de Autlán, el 26 de junio de 1927.

¿Se podría mantener con lógica que José María Robles Hurtado fuera consciente al martirio por sostener una patraña inventada, mantenida y propagada por él mismo? ¿Inventor de falsedades en provecho propio? ¿Habría valido la pena empeñarse en mantener un ‘cuento’? Una mente serena y equilibrada responde con un rotundo ¡No!

Gracias, José María, por sellar con la vida tu convicción.