La pregunta de los fariseos a Jesús recuerda el típico brote de envidia entre hermanos pequeños: “¡Qué morro! ¿Porqué él sí y yo no?”. ¡Vaya cantidad de problemas que genera la envidia! ¡Cuántos corazones están invadidos por ese mal y no son capaces de curarse!

La escena recuerda también a la parábola del hijo pródigo: el hijo mayor está en casa, pero se siente desplazado por la atención que el padre dispensa al hijo perdido. Le da un ataque de envidia que manifiesta en el fondo su falta de libertad interior: se limita a estar en casa de su padre, pero no a vivir en casa de su padre.

El que vive, disfruta lo que tiene, da gracias por la oportunidad que le brinda la vida, es humilde en la abundancia y templado en la necesidad. Trabaja para ganarse el pan y servir con el fruto de su trabajo. No le falta nada porque se contenta con lo que tiene.

El que está, en cambio, mira al futuro o al pasado, buscando lo que cree no tener en el presente. Compara su vida constantemente con las cosas que los demás tienen o sus cualidades. Descuida la lengua juzgando con superficialidad porque no consiente que otros no sean superficiales. Se alegra del mal ajeno, porque en el fondo no disfruta plenamente del bien propio, que considera siempre insuficiente.

La envidia, si no la cortamos a tiempo, acaba engangrenando el corazón, incapacitándolo para la felicidad. El envidioso es un cascarrabias con los demás porque en el fondo lo es consigo mismo. La envidia es una esclavitud lamentable que nos quita libertad interior.

A odres nuevos, vino nuevo. Pidamos al Señor un corazón sin envidias, transparente y sobre todo agradecido en el aquí y ahora.