Celebramos hoy a santa María Magdalena, a la que Juan Pablo II llamó “apostola apostolorum”, (apóstol de los apóstoles) porque tuvo la dicha de comunicarles a ellos la resurrección de Jesucristo.

En los últimos años literatura de corte comercial y gnóstico han intentado desfigurar a María Magdalena para negar la divinidad de Jesucristo. Le han atribuido un romance que no tiene  ninguna base en los textos del evangelio y que chirría a los oídos y a la inteligencia de cualquiera que se haya acercado al Señor. Sabemos de ella que el Señor la había liberado de siete demonios y que estuvo junto a él en el momento de su muerte. Se discute si ella es la mujer que ungió a Jesús en Betania y su relación con otras mujeres que aparecen en el evangelio. De lo que no cabe duda es de que formó parte del grupo de mujeres que acompañaron a Jesús y sus apóstoles en algunos momentos.

En el Evangelio se nos muestra el gran amor que María Magdalena sentía hacía Jesús. Su encuentro con Él había transformado totalmente su vida. Por eso, justo cuando acaba el descanso del sábado, ella corre al sepulcro. Queda desconsolada al ver la tumba vacía y, desconocedora aún de la resurrección, piensa que han robado el cadáver.

Allí conoce de nuevo al que ya conocía. Antes lo había visto en carne mortal, ahora se le aparece resucitado. Por eso, al principio lo confunde con el hortelano. Ahora Jesús aparece vencedor de la muerte. Es el mismo que antes había predicado y caminado por Galilea, pero ahora está resucitado.

María se lanza a los pies del Señor, como queriéndolo retener aquí en la tierra. Pero Jesús le comunica que ha de subir a los cielos. Su cuerpo se va a quedar ente nosotros de otra manera, en el sacramento de la Eucaristía. Allí se podrá revivir ese diálogo del huerto una y mil veces. Jesús llamándonos por nuestro nombre y nosotros confesándolo como Señor y Maestro.

La resurrección, señala Jesús, abre una nueva dimensión para todos los hombres. Ahora podemos llamar Padre a Dios, pues se nos comunica la filiación divina. Al mismo tiempo, la carne de Cristo, es de Dios, del suyo y del nuestro. Se trata de una bella expresión en la que se condensa el misterio de la redención. Jesús asumió nuestra carne para comunicarnos la vida divina. María Magalena intenta apresar la carne y Jesús le abre los ojos al nuevo horizonte de su existencia. Después le da el mandato de anunciarlo a los apóstoles.

En las palabras de Jesús, y del conjunto de la escena, aprendemos también cómo por la resurrección de Jesucristo queda perfeccionado todo amor. Jesús nos regala su caridad, que libra nuestro amor humano de toda mancha de pecado. Para que nuestros afectos y nuestra sensibilidad participen de esa sanación es preciso cultivar la relación con Él y no dejar de mirar a quien ha vencido la muerte y sube a los cielos. Por eso toda la vida, en las diferentes cosas que hacemos, se convierte en una confesión de la resurrección, una manera nueva de vivir.