Las lecturas de hoy nos hablan de la oración. En el corazón de todo hombre hay un impulso que nace del asombro ante la grandeza del mundo y que lleva también un sentido de dependencia de Otro. Por eso la oración no es extraña a ninguna cultura. Dice santo Tomás que la oración es “expresión del deseo que el hombre tiene de Dios”. En este sentido la oración, antes que una serie de fórmulas o ritos, supone un modo de ponerse ante Dios. Así en el evangelio de hoy vemos como la petición “enséñanos a orar” surge en el contexto de la oración de Jesús. Al ver cómo Jesús rezaba los discípulos, que ya conocían las oraciones del Antiguo Testamento, sienten la necesidad de aprender un modo nuevo de dirigirse a Dios, el modo de Jesús. Un obispo del siglo IV, Tito de Bostra, dice: “cuando los discípulos vieron una doctrina nueva, pidieron un nuevo modo de orar”.

El discípulo señala también que Juan había enseñado a orar a los suyos. Donde surge un personaje religioso excepcional se da también esa petición, porque el hombre siempre desea comunicarse con el cielo para que este actúe en la tierra. En Jesucristo, Dios y hombre verdadero, se da esa comunicación de forma perfecta. Y también él nos va a enseñar un nuevo modo de orar que nos permite comunicarnos de una forma más cercana con Dios. Jesús nos introduce en la intimidad de Dios enseñándonos y permitiéndonos llamarle “Padre”. Así Jesús nos ha puesto en la cercanía de Dios. Y lo que expresamos en la oración tiene su fundamento en que él es el Hijo y en que nos ha reconciliado con Dios por su muerte y resurrección.

Señaló Benedicto XVI: “sabemos bien que la oración no se debe dar por descontada: hace falta aprender a orar, casi adquiriendo siempre de nuevo este arte; incluso quienes van muy adelantados en la vida espiritual sienten siempre la necesidad de entrar en la escuela de Jesús para aprender a orar con autenticidad”. Constantemente vemos que surgen grupos y escuelas de oración. Es esta una experiencia que se repite continuamente a lo largo de la historia y que nace de la búsqueda de una proximidad mayor a Dios. Por ello continuamente hemos de volver a Jesús, para aprender a tratar a Dios como Padre. Dice san Agustín que todas nuestras peticiones, si son verdaderas, se encuentran ya en el Padrenuestro. Por ello hemos de aprender a pronunciarlo cada vez mejor, entrando en la profundidad de su sentido e identificándonos cada vez más con el Corazón de Cristo.

Por otra parte Jesús nos invita a orar con insistencia. En la primera lectura se nos muestra a Abrahán, que se dirige a Dios como amigo. Nosotros ahora lo hacemos como hijos. Abrahán intercede por una ciudad que va a ser destruida. Sobre esa oración dijo Benedicto XVI: “Abraham está prestando su voz, pero también su corazón, a la voluntad divina: el deseo de Dios es misericordia, amor y voluntad de salvación, y este deseo de Dios ha encontrado en Abraham y en su oración la posibilidad de manifestarse de modo concreto en la historia de los hombres, para estar presente donde hay necesidad de gracia” . Cuando oramos, y lo hacemos sin desfallecer, vamos siendo educados en la paciente misericordia de Dios y conocemos mejor su corazón de Padre.

Jesús intercedía por nosotros. También ahora su humanidad intercede por nosotros ante el Padre. Cuando nosotros pedimos por los demás damos cauce a la misericordia divina. Así, por la oración entramos en el deseo de Dios (“pedid y se os dará”), que es la salvación de todos los hombres.