«Hagamos el elogio de los hombres de bien»  (Eclo 44,1)

¡Qué mejor afirmación para hablar de los abuelos de Jesús! Cuando uno entra en la iglesia de Santa Ana de Jerusalén, al lado de los restos arqueológicos de la piscina de Bethesda, te encuentras con una escultura entrañable de la madre de la Virgen. Es Santa Ana que tiene a María a su lado. Tal es la ternura de la escena que todos los peregrinos se emocionan rememorando con su imaginación esa relación tan íntima, tan humana. Porque eso es lo que llena de estupor: la gran humanidad de todo lo que vivió el Hijo de Dios entre nosotros. Vivió una familia, tenía unos abuelos que le querían y le cuidaban -como suelen hacer todos los abuelos-, tenía un hogar con amor y sufrimientos.

«Hagamos el elogio de los hombres de bien»

¿Qué sabemos de la vida de los abuelos del Jesús? Los evangelios no nos dan referencia, pero la tradición apócrifa más venerable, nos da algunos datos. Recojamos brevemente una reseña del llamado Protoevangelio de Santiago:

«En Nazaret vivían Joaquín y Ana, que eran una pareja rica y piadosa, pero que no tenía hijos. Con motivo de una fiesta Joaquín se presentó para ofrecer un sacrificio en el Templo de Jerusalén, y fue rechazado bajo el pretexto de que los hombres sin descendencia no eran dignos de ser admitidos. Joaquín, cargado de pena, no volvió a su casa, sino que se fue a las montañas a presentarle a Dios su dolor, pasando un tiempo en la soledad de aquellos lugares. También Ana, conociendo la razón de la prolongada ausencia de su esposo, clamó al Señor pidiéndole que retirase de ella el oprobio de la esterilidad. Le prometió que si así lo hacía dedicarían su descendencia al servicio de Dios. Sus oraciones fueron escuchadas. Un ángel visitó a Ana y le dijo: “Ana, el Señor ha mirado tus lágrimas; concebirás y darás a luz y el fruto de tu vientre será bendecido por todo el mundo». El ángel hizo la misma promesa a Joaquín, quién volvió a donde su esposa. Ana dio a luz una hija a quien llamó Myriam (María)».

Estas mismas tradiciones hablan cómo los padres de la Virgen se trasladaron a vivir a Jerusalén para que la Virgen María viviera unida al Templo de Dios y ellos pudieran estar cerca de su niña. Por eso, Santa Elena erigió en Bethesda una pequeña basílica donde se supone se hallaba su domicilio y donde se habrían honrado también sus tumbas. La casa paterna de Nazaret nunca se perdió y permanecería luego como hogar de nuestro Señor.

«Hagamos el elogio de los hombres de bien»

¡Qué regalo inmenso tener al mismo Dios-hecho-hombre como nieto! Pero ese privilegio ha tenido como precedente una labor preciosa: haber educado y acompañado a la niña María en la fe de Israel. No hay mayor legado de unos padres a sus hijos que el testimonio de su fe. Y hoy, en muchos casos, cuando los padres no ejercen la tarea de ser transmisores de sus convicciones cristianas, son los abuelos los que están haciendo esta urgente labor.  Hoy es el día de tener un destalle con nuestros abuelos: rezar por ellos si no están en esta tierra, mostrarles respeto, estima y ayuda concreta si lo están. Y hoy, si están en este camino de la vida, cogerles de la mano y rezar con ellos a nuestro creador, como lo hicieron un día San Joaquín y Santa Ana con el niño Jesús. Ellos son los que merecen todo nuestro elogio, ellos son los hombres de bien que hoy canta la liturgia.