En tiempos de confusión pastoral y de desorientación doctrinal es fácil que pululen los iluminados y falsos profetas. Y es fácil que estos cantamañanas logren encandilar con sus flautas a muchos que pululan por ahí, titubeantes en las cosas de Dios y faltos de una formación sólida en la fe. En tiempos de sequía espiritual, nos agarramos fácilmente a todo aquello que se nos aparece como milagroso, sorprendente y casi mágico, como si los fenómenos extraordinarios fueran el mejor sello de garantía de las cosas de Dios y la más segura denominación de origen. Los evangelios nos muestran claramente que también los demonios eran capaces de realizar hechos portentosos y extraordinarios y, en cambio, hay un signo que no pueden arrebatarle a Cristo: la Cruz y, sobre todo, su resurrección.

El profeta Jeremías no fue, precisamente, de los que profesó el buenismo espiritual, y de los que andaba buscando el olor a multitudes. Su mensaje resultaba, más bien, duro y arisco, frente a los que pretendían profetizar en nombre de Dios y, a la vez, halagar los oídos y la comodidad de todos, para no peder su staff. Por eso, el pecado que Jeremías reprocha a Jananías es claro y rotundo: “Has inducido al pueblo a una falsa confianza”. No creo que las andanzas y predicaciones del profeta Jeremías estuvieran en los titulares de la época, o en los grandes corrillos espirituales del momento; y, sin embargo, su mensaje han sobrevolado los siglos, hasta el punto de que su palabra sigue resonando hoy con toda la verdad de antaño. ¿Y de Jananías…? ¿Quién habla hoy de Jananías..?

Tenemos un problema de confianza. Porque preferimos fiarnos más de nuestras propias fuerzas y méritos, o de los dones, poderes y carismas especiales del primer iluminado que se nos cruza en el camino, que de la sencillez y normalidad que suelen acompañar las acciones y prodigios de Dios. Las multitudes que se saciaron comiendo el pan que multiplicó Cristo creyeron en Él e hicieron votos de seguirle hasta la muerte, convencidos más por el estómago y por lo aparatoso del milagro, que por el atractivo de su persona y su mensaje. Tampoco los discípulos se quedaron atrás. Con solo cinco panes y dos peces en la mano, debieron quedar confundidos y aturdidos cuando oyeron de su Maestro esa frase lapidaria: “Dadles vosotros de comer”. Y, por si fuera poco, tampoco tenían gana de complicarse la vida, porque la solución que le sugirieron al Maestro fue emblemática: «Señor, estamos en un despoblado, es ya muy tarde, estamos cansados, despide a toda esta gente y que se busquen la vida, que vayan a las aldeas cercanas y que busquen allí algo para comer…». Es decir, pegas que, en nombre de la prudencia y del buen hacer, escondían una gran falta de fe y de confianza en su Maestro. Y el Señor, una vez más, les enseña a creer y a confiar en Él, por encima de las apariencias: buenas, las del milagro, o malas, la de los pocos panes y peces. Y en esto reconocen que Cristo es un verdadero profeta: en que “induce al pueblo a una verdadera confianza”.

El pecado de Jananías fue grande. Pero no menos grande es el nuestro, cuando andamos fiados más de nosotros mismos que de Dios. Difícil agarrarse a la mano invisible de Dios, cuando ni siquiera las apariencias, nuestro estado de ánimo o los resultados de nuestro esfuerzo nos aseguran nada. Y, sin embargo, la fe solo madura cuando aprende a caminar segura en la oscuridad. Al final, nuestra relación con Dios es una cuestión de confianza, de verdadera confianza: sé de quién me he fiado. A pesar de que estemos rodeados de cantamañanas y falsos profetas que, con su don de gentes, su hacer tan carismático y su encantadora persona nos predican todo lo contrario. ¿Qué pasará de ellos, y de los que se fiaron de ellos, cuando deje de sonar su flauta…?