Las palabras del Señor en el Evangelio de hoy resultan poco menos que desconcertantes. Contrastan con otras páginas que rezuman perdón y comprensión hacia el pecador. Pero, ese criado a quien el Señor había confiado el gobierno de todos sus bienes se dejó ganar por la arrogancia y el engreimiento. Confiado en que su Señor iba a tardar en volver, regalado por tantos bienes como tenía a su alcance, orgulloso de su posición superior sobre la servidumbre, comenzó a abusar de los bienes de su señor y de todos lo demás criados que tenía a su mando. Se hizo señor, siendo criado; o al menos se creyó señor, quizá porque en el fondo no aceptaba con mansedumbre y prudencia su condición de criado. No podía tener queja de su señor, porque había recibido una de las mayores muestras de confianza que podía recibir como criado: la de ser nombrado administrador de todos sus bienes. Pero, apenas el señor se marchó de su feudo, empezó a abusar de la servidumbre y a adueñarse de lo que no era suyo. Para el señor no podía haber mayor traición que la de un criado infiel, y para él había de guardar un castigo sin rigor, proporcionado a su falta: haber usurpado el puesto del señor y airear ese delito sin el menor resquicio de arrepentimiento. Un poco, solo un poco de ese arrepentimiento le hubiera valido el perdón, o quizá un castigo menos riguroso; pero, ante su actitud engreida y soberbia, el señor no podía sino castigar duramente a aquel criado infiel. Uno se esperaría que, tratándose del Señor, la parábola terminara con un final feliz: el señor, a su vuelta, perdonó, una vez más, a aquel criado infiel, que terminó reconociendo su culpa y cambiando de vida. Pero, ese es precisamente el secreto de la parábola: el señor no pudo perdonar a aquel criado soberbio, a quien mucho quería, porque no encontró en él ningún signo de arrepentimiento.

Pocas entendederas hacen falta para vernos todos reflejados en este personaje curioso de la parábola. Primero, porque, por más que nos lo explican y lo sabemos teóricamente, en nuestra relación con Dios no logramos escapar de la lógica del siervo y del criado. Y mira que el Señor se empeñó muchas veces en explicarnos que a nosotros nos trata como amigos, como hijos, y no como siervos; pero, nada, seguimos tratando a Dios con la mentalidad servilista del temor, propia del criado. Segundo, porque portándonos como criados, nunca podremos estar a la altura de la fidelidad digna de este Señor; así que siempre seremos criados infieles. Y sabiéndonos criados, en realidad siempre tendremos la oscura ambición de ser señores, es decir, de no aceptar nuestra condición de criatura. Por eso, la entraña de nuestra fe cristiana consiste en descubrir y saborear nuestra condición de hijo. Y en el corazón de un buen hijo no cabe la traición ni la infidelidad, porque su lógica no es la del amor servil sino la del amor filial. El hijo siempre quiere ser fiel a su padre, aunque a veces no sepa hacerlo mejor, o se equivoque, o le salga el genio, o el pronto, o la impaciencia… Pero, eso no le hace perder su conciencia de ser hijo, es decir, de confiar ciegamente en el corazón de su Padre. Si tuviéramos conciencia de que Dios es Padre viviríamos de otra manera nuestra fe y administraríamos los bienes recibidos no como criados, sino como hijos.

El criado que piensa que su señor tarda mucho en llegar, en realidad, es que no le espera. Por eso, confía en sí mismo, en sus seguridades humanas, en su valía personal, en sus capacidades y en sus bienes. El hijo no piensa así. Aunque el padre tarde en llegar, el buen hijo siempre le espera. Y sabe encontrarle en todos los acontecimientos de la vida, en las cosas del día a día: hasta que él llegue, todo le habla de su padre, todo le trae a su recuerdo y a su cariño. Vivamos así nuestra condición de hijo, pues lo somos, y pidamos al Espíritu Santo que transforme nuestra mentalidad y que haga nuestro corazón mucho más filial.