Las revistas del cotilleo y del corazón nos bombardean continuamente con noticias importantísimas sobre el último modelito lucido por alguna famosa celebrity, en alguna cita importante de la alta socialité. La firma elegida, el diseño tan original, los complementos tan acertados, el peinado tan favorecedor, los zapatos tan chic… y así, una página entera para decir lo guapa que es y lo bien vestida que iba.

Sobran las comparaciones, pero es que el Apocalipsis, en la primea lectura de hoy, no escatima nada al describir a la Mujer bíblica y, aun así, se queda corto: “Después apareció una figura portentosa en el cielo: una mujer vestida de sol, la luna por pedestal, coronada con doce estrellas”. La descripción recuerda aquellos primeros versículos del Génesis, en los que Dios comienza la creación colocando en la existencia las grandes lumbreras del firmamento: el sol, la luna, las estrellas… ¿Pensaría ya entonces aquel Dios Creador en el bellísimo traje de gloria con el que había de vestir y coronar a María, como Reina y Señora de toda la creación? Y como si la creación invitase hoy a rezar a su Señora, basta detenerse a contemplar, en estos días veraniegos, la fuerza y brillantez del sol y la belleza de las lunas estivales, resplandecientes sobre un firmamento claro y sereno, cuajado de estrellas. Ni el fenómeno tan curioso de las Perseidas, o de las lágrimas de san Lorenzo, logran igualar en algo a la belleza de esta Mujer, contemplada hoy en los cielos, es decir, presente en su humanidad gloriosa junto a la humanidad también gloriosa de su Hijo. ¿Qué será el pecado que tanto afea nuestra vida?

Pero, no creamos que esta espectacular belleza de María es solo para contemplarla como algo lejano e inalcanzable, como si sirviera solo para que se nos cayera la baba de ganas y ya está. Es más, María podía haber ido por la vida diciendo a todas sus vecinas: ¡Atención! ¡Qué soy la Madre del Mesías! ¡Inclinaos a mi paso y besad el suelo que piso, porque no volverá a haber en la Historia otra mujer como yo…! ¿Quién de nosotros no hace algo parecido por cosas más tontas y sin ninguna trascendencia, en la que parece que nos jugamos toda la honra de nuestro ego? La grandeza y la gloria de María es tan grande que cabe en la humildad del Magnificat: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava”. La maternidad de María fue un acontecimiento de magnitud insospechada, en primer lugar para ella misma, pues supuso un descubrimiento mucho más radical y profundo del misterio de Dios actuando en su vida y en su condición de mujer y de madre. Su maternidad fue para ella, en primer lugar, un nuevo descubrimiento de su feminidad, enriquecida con la lógica de la sobreabundancia, tan propia de Dios.

La Iglesia es sabia al proclamar el Dogma de la Asunción de María a los cielos, que se refiere a que la Madre de Dios, después de su vida terrena, fue elevada en cuerpo y alma a la gloria, precisamente porque en ella no hubo pecado original. El dogma fue proclamado por el Papa Pío XII, el 1 de noviembre de 1950, y desde entonces, aunque no haya salido en las revistas del corazón, o para muchos sea simplemente una ocasión para un estupendo puente veraniego, la Iglesia no ha dejado de proclamarlo y celebrarlo a través de la Liturgia. La fiesta de hoy invita a contemplar el cielo, a desearlo, a gustarlo intimamente, no como un escape a la realidad gris y monótona del día a día, sino como una ocasión para reavivar la verdadera esperanza. Porque, la gloria de la humanidad de María, contemplada hoy junto a la humanidad gloriosa de Cristo, nos recuerdan que esta vida no es la vida, que estamos hechos para la vida definitiva, la que no pasa, la vida de Dios, aunque no nos la cuenten las revistas.