Somos perezosos para dar algo de nuestros bienes a los demás. ¡Aunque sea para dar de lo que nos sobra! Da igual que nos expliquen los mejores motivos para ayudar a la causa, la alegría de hacer el bien, la gran ayuda que supone para muchos una pequeña aportación… ¡es que se nos resiste el bolsillo que da gusto! Y, siempre hay alguno que para justificar su tacañería, termina aireando los trapos sucios de la Iglesia: que si los grandes dinero que maneja, que si aquella vez que le engañaron, porque el dinero era para los pobres y se lo gastaron en no sé qué, que si las riquezas del Vaticano, que si los curas siempre están pidiendo… Pues no digo yo que, en la Iglesia, nadie esté libre de pecado y de abusos; pero, eso tampoco me explica esa falta de sensibilidad de los cristianos hacia las necesidades de la Iglesia, que son muchas y muy apremiantes. ¿Por qué nos cuesta tanto ayudar económicamente a nuestra Iglesia? Nunca he entendido, por ejemplo, que en las colectas de los domingos aprovechemos el cestillo para echar todas las monedas de céntimos que nos pesan en el monedero, que no valen para nada y que no sabemos dónde echarlas… ¿Alguien piensa, por ejemplo, que con 5 cts. la Iglesia puede ayudar a las familias necesitadas de su entorno, arreglar el tejado de la parroquia, o pagar la última avería de la instalación eléctica que nos ha dejado sin calefacción? Y no digo que no haya muchos cristianos generosos, que los hay, y que han entendido el valor de la generosidad y gratuidad, y que, gracias a que tienen muchos medios, están haciendo un bien incalculable a muchos; pero, es que los hay que dan poco, o nada, y encima exigen mucho, demasiado, y se justifican, y…

El Evangelio de hoy avisa a todos, a los ricos y a los pobres, a los ricos de bolsillo y a los ricos de esas otras riquezas, que pueden llenar el corazón de sí mismo y sumirlo en una tremenda pobreza. Porque, aunque seas muy generoso con tus bienes materiales, puedes vivir con alma de rico, dominado por la miserable ambición de caminar muy seguro de ti mismo y confiado en tus bienes materiales, o en las riquezas espirituales de tus méritos, de tus obras, de tus virtudes o de tus cualidades. Es propio de nuestra limitada condición creatural asirnos fuertemente a los agarraderos de las seguridades humanas. Nos gusta vivir con los pies muy puestos en la tierra de nuestros cálculos humanos, de nuestras previsiones y planes, de nuestras habilidades y cualidades, de nuestros méritos, de todo aquello que podemos medir, tocar, ver y sentir. Y terminamos por utilizar esa misma lógica humana en nuestra vida espiritual, convirtiendo el alma en un almacén de congelados, en el que voy guardando todos aquellos méritos y obras buenas que me permitirán un día comprar a Dios mi derecho a la salvación. La peor pobreza que puede sufrir un alma inflada de sí misma es no tener a Dios. Y esta miseria espiritual puede darse aun cuando seas un perfecto cumplidor de tus deberes espirituales, o aunque seas uno de los mayores benefactores de tu parroquia. Otros podrán ver que vas a Misa, que rezas a diario el rosario, que hablas piadosamente de Dios en tu apostolado, que lees y conoces la Escritura, que haces suculentos donativos, y hasta podrán alabar tus bellas y piadosas predicaciones… Sin embargo ¡cuántos cristianos tan llenos de sí mismos, esperando como camellos para pasar por el ojo de una aguja!

Vivimos tan inflados de nosotros mismos y de nuestras riquezas que ni imaginar siquiera que podamos meternos en el ojo de una aguja; pero, es que quizá no cabemos tampoco por la puerta del Reino de los cielos. ¿Por qué nos cuesta tanto descubrir y reconocer que todo eso que hay de bueno en nosotros no es nuestro sino de Dios, que él nos lo da con su gracia?