Ni el carrerismo, ni el clericalismo son solo de ahora. A su modo, ya eran dos virus que infectaban el mundo de los fariseos y escribas de la época de Jesús, que andaban peleándose por sentarse en la cátedra de Moisés, ocupar los primeros puestos en los banquetes o recibir algún que otro cargo en el mundillo religioso del Templo o en la «yet set» religiosa del momento. Y de las mafias y cotilleos de pasillos que podían rodear el cargo del Sumo Sacerdote, mejor ni hablar, aunque no serían muy diferentes de los que podemos encontrar ahora en nuestros pasillos y mentiremos eclesiales. La condición humana, por más que esté recubierta de ropas sagradas, de filacterias y de mantos bordados con orlas preciosas, no deja de ser la que es. El Señor reprueba con duras palabras la falsedad y la hipocresía en lo religioso, sobre todo cuando, en nombre de Dios, andamos jugando con la gente, fomentando una falsa virtud, enarbolando la bandera del seguimiento a nuestra persona en nombre de Cristo, disimulando con comentarios piadosos nuestra mediocridad o cayendo en políticas humanas para manejar o conseguir un cierto status eclecial. “Todo lo que hacen es para que los vea la gente: alargan las filacterias y agrandan las orlas del manto; les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; que les hagan reverencias en las plazas y que la gente los llame rabbí”. Pero, seamos sinceros: ¿a quién no le gusta y le atrae el reconocimiento humano, la fama y el buen decir de la gente, el prestigio eclesial y, en definitiva, ese tufillo de gloria humana, que cuando se eleva desde los círculos y ambientes eclesiales, o eclesiásticos, hechiza aún con mayor gusto y placer? Pues, para evitar continuamente caer en la sutil tentación que encarnan los fariseos y escribas, o somos ángeles, o somos santos, porque si andamos patinando con un pie en Dios y con el otro en el mundo acabamos mal.

“El primero entre vosotros será vuestro servidor”, y por si acaso no había quedado claro, continúa el Señor: “El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”. Si entendemos la idea de servir y de humillarse en clave mundana, está claro que, entonces, los cristianos somos lo más bobos del planeta, porque estamos predicando que hay que ir de lelos por la vida. Y como nadie quiere ser el tonto, el malo y el feo de la películo, andamos todos peleándonos por sentarnos en la cátedra de Moisés, sea la que sea, con tal de que se nos reconozca como debemos. Pero, si entendemos el servicio y la humildad en la clave del Evangelio, la cosa cambia, porque entonces estamos en el camino de Cristo, el de la Cruz, que ni el mundo, ni los que viven según el mundo dentro de la propia Iglesia, pueden entender. A estos dejémosles que anden ocupados y preocupados a diario de sus filacterias y de las orlas de sus mantos, que ya el Señor les dará la paga que les corresponda. Preocupémonos, más bien, de vivir con una actitud de servicio mucho más sincera y menos hipócrita, esa que nace de la verdadera humildad. Un buen olfato cristiano sabe descubrir a la primera dónde hay verdadera virtud y no falsa humildad, y quién sirve de verdad a Dios, o quien se sirve de Dios para sus propios intereses y para hacer crecer la cresta de su propio ego. Vayamos a lo esencial del Evangelio, y seamos sinceros con nosotros mismos para pedir a Dios el despojo de tantas filacterias inútiles y de tanto manto hipócrita, adornado con grandes orlas de vanidad y mundanidad, si no queremos aguar el Evangelio y convertir el Cristianismo en una carrera olímpica por conseguir medallas de reconocimiento mundano. Algunos andan tan agobiados por conseguir alguna que otra medalla que colgarse, que al final sus oros, platas y bronces se convierten en terribles fardos pesados, que ahogan la vida interior y la vitalidad de la fe cristiana.