En las iglesias de algunos pueblos de Castilla sigue la costumbre de dividir la asamblea. En los bancos delanteros se sientan las mujeres; al fondo, lo hombres. Se hace así desde tiempo inmemorial y así se sigue haciendo. Son costumbres. Y ya se sabe que en los pueblos…

San Pablo denuncia la división en la asamblea por afinidades y status social, algo que en la cultura pagana estaba profundamente arraigado como una costumbre de obligado cumplimiento. La corrección que hace a los Corintios establece los nuevos principios de unión entre los que confiesan una misma fe: no nos unen nuestros lazos sociales ni nuestro status, sino lo que se nos da en la eucaristía. No depende de lo que tenemos, ni de lo que damos.

Se trata de lo que recibimos: el cuerpo de Cristo. El pan y el vino constituyen el don que nosotros ofrecemos a Dios en el ofertorio. El sacerdote dice: “Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este pan […] por este vino”. Pero Él, una vez recibidos, nos lo devuelve, pero completamente transformados por la efusión del Espíritu Santo que realiza el milagro de la transubstanciación. Dios nos regala su Cuerpo y su Sangre, y este alimento y bebida constituyen algo nuevo: la Iglesia como cuerpo de Cristo.

Quien recibe el Cuerpo de Cristo se une también a todos los que comulgan. Y su punto de comunión es el mismo Cristo a quien reciben. Esto levanta todas las barreras humanas.