San Pablo hace una apología de la resurrección de Cristo, el hecho clave que estructura la fe cristiana y le da consistencia. Sin la resurrección, la vida de Jesús de Nazaret carecería de valor: habría muerto justamente por ser un mentiroso y blasfemo.

La resurrección no está sujeta a una mera explicación científica. Los pocos datos históricos impiden que la ciencia haga un pronunciamiento al respecto. Sólo tenemos un sepulcro vacío, una sábana y un sudario (santos para algunos) cuyo asombroso misterio la ciencia sigue intentando explicar. Benedicto XVI afirmó que la síndone de Turín es un “testimonio evangélico”. Pero aunque no fuera verdadera, la fe de la Iglesia permanecería intacta. Tan sólo unas quinientas personas fueron testigos oculares de la gloria del resucitado.

No tenemos evidencias científicas de la resurrección porque el acceso al misterio viene por el testimonio, no por la ciencia. Existen testigos de Jesucristo que dicen que ha resucitado. San Pablo es uno de ellos. Y a lo largo de la historia encontramos una cadena ininterrumpida de personas cuya vida sólo se puede entender por la gracia que reciben del Señor Resucitado.

Una vida santa sólo podemos entenderla por el invisible sustento del tres veces Santo. La gracia del Señor Resucitado continua obrando milagros grandiosos, convirtiendo corazones.

Esta acción divina muchas veces no la vemos, pero está. En el Evangelio de la misa de hoy encontramos una escena cotidiana en la vida de Jesucristo, caminando de ciudad en ciudad con el séquito que le acompañaba. Aparece María Magdalena, Juana de Cusa y Susana. Una escena cotidiana que esconde, no obstante, una acción de Dios: la palabra profética del Mesías que va convirtiendo corazones; la fidelidad de los Doce, que acompañan a Jesús; el servicio oculto pero eficaz de unas mujeres que tienen fe en el Señor. La mayoría de gracias que recibimos en nuestra vida se refieren a las acciones más cotidianas. Quizá no llamen la atención, pero en ellas nos jugamos el servicio auténtico al Señor.