“Salió el sembrador a sembrar”. Cristo no deja de sembrar su palabra, aunque no se obtenga mucho fruto. La imagen a la que acude Jesús le hace empatizar con la audiencia, gentes del mundo rural expertos en cultivar el campo. Les explica después a los discípulos que la semilla es la palabra de Dios.

San Pablo utiliza también un símil propio de la agricultura: la semilla que cae en tierra y muere para dar fruto. Le sirve como ejemplo para explicar lo que será para todos nosotros la resurrección de nuestra carne. La muerte la comprende como el paso de lo caduco a lo perenne, por la participación en la gloria de Cristo resucitado, el nuevo Adán espiritual, es decir, lleno de Espíritu Santo y que da el Espíritu a quienes creen en Él.

La relación entre el primer Adán y el nuevo Adán es similar a la que hay entre el Antiguo y Nuevo Testamento: la creación y la re-creación. El Génesis narra cómo Adán fue creado a imagen y semejanza de Dios, modelado con el barro de la tierra. Es criatura, es decir, creado por otro; es un ser animado. Pero en cuanto criatura, se mueve en el mundo de lo terreno, y vuelve a la tierra cuando muere.

El nuevo Adán, Jesucristo, comparte con Adán su humanidad. Pero Él no fue creado el día de la Anunciación, cuando el arcángel Gabriel anunció a la Virgen el designio divino. Cristo vive desde toda la eternidad porque es Dios. Esa divinidad es la que se une a la humanidad. Por eso dice san Pablo que el nuevo Adán, Cristo, es un hombre espiritual, es decir, lleno del Espíritu Santo, eterno Dios junto con Él, en comunión con el Padre.

De este modo tan precioso explica san Pablo lo que es la vida sobrenatural del cristiano: vivir con un pie en la tierra y otro en el Cielo. Vivimos con la conciencia clara de nuestra misión en este mundo: caminar junto con tantos hermanos nuestros hacia una meta definitiva. Vivimos en el mundo, pero no somos del mundo. Vamos más allá por la promesa de una eternidad con Cristo.