San Pablo escribe a Timoteo: “Ruego, pues, lo primero de todo, que se hagan súplicas, oraciones, peticiones, acciones de gracias, por toda la humanidad, por los reyes y por todos los constituidos en autoridad, para que podamos llevar una vida tranquila y sosegada, con toda piedad y respeto. Esto es bueno y agradable a los ojos de Dios, nuestro Salvador, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”.

La oración por quienes tienen la autoridad y gobiernan los pueblos está arraigada en el Evangelio. En la oración universal, es decir, en las peticiones de la misa, es frecuente hacer referencia a ello. Y aunque no se hiciera en público, es de justicia rezar aunque sea en privado por nuestras autoridades no sólo en el campo político, sino económico, cultural, etc.

La vida social es un entramado de personas y estructuras cuyas acciones han de dignificar la vida de las personas, y la de un pueblo o un estado para “llevar una vida tranquila y sosegada, con toda piedad y respeto”. Es un derecho fundamental de los pueblos vivir en libertad, justicia y paz.

Quizá la palabra autoridad se reduce con demasiada frecuencia a los políticos. Y es cierto que en el ambiente general, y también entre ellos mismos, la crítica está a la orden del día. Lamentable.

Si un cristiano cae en esa crítica constante, sin aportar soluciones o quedándose en una descalificación personal de ciertos personajes, comete dos errores de bulto: el primero es que comete un pecado del que luego se ha de confesar; el segundo es que la crítica es estéril, no aporta nada y encima me hace mal a mí y no al personaje que critico.

En cambio, el que reza por las autoridades —insisto: no sólo en el campo político— se apunta dos aciertos: primero, que la oración le hace bien a uno mismo en la medida en que nos ponemos en presencia de Dios para interceder por algo determinado; segundo, que contribuyes con el arma más poderosa que hay para cambiar el mundo, la gracia de Dios. Ésta mueve corazones, reconcilia las ofensas, aúna voluntades, guía nuestras buenas acciones.

Cristo hace referencia también en el evangelio al oficio de administrar. El que tiene autoridad tiene la obligación de administrar bien. Cuanto más alta sea la responsabilidad, más difícil es la tarea encomendada, y más dificultades surgen.