La primera lectura de hoy nos toca de lleno: “Hermanos, me sorprende que tan pronto hayáis abandonado al que os llamó la gracia de Cristo, y os hayáis pasado a otro evangelio”. San Pablo, sin duda, estaba ahí muy triste y enojado. Se trasluce en su escritura y en el lenguaje duro que emplea. Los cristianos de Galacia habían recibido su predicación, pero fueron inconstantes. Llegaron otros, parece que judaizantes, es decir que insistían en recuperar los mandatos rituales de la antigua ley y los gálatas masivamente se apartaron de la enseñanza de Pablo.

Aquella gente, y este dato nos permite entender la argumentación del Apóstol, parece que operaron de la siguiente manera: Pablo dice “esto”, pero aquellos predicadores dicen “lo otro”, elijamos, pues, lo que más nos guste. Es decir, redujeron la predicación a un discurso humano. De ahí la insistencia paulina en que su predicación no proviene de su ciencia sino que toma su origen de una revelación. El Evangelio es Palabra de Dios por más que sean ministros humanos los que se dedican a propagarla. El modo de razonar de los gálatas no es ajeno a algunas personas de nuestra época.

Recuerdo, hace años, que estando en una parroquia donde se había practicado desde hace años la confesión comunitaria (que la Iglesia autoriza sólo en circunstancias muy extraordinarias), dediqué todo un año a catequizar a los fieles sobre la necesidad de la confesión individual para obtener el perdón de los pecados. Que, por tanto, quedaban suprimidas las celebraciones comunitarias y, en cambio, se ofrecería un horario de atención individualizada. Ante este hecho algunos me objetaron: “¿Cómo sabemos que es usted el que tiene razón y no era mejor como se hacía antes?” No era una pregunta especialmente difícil qunque, reconozco, pueden darse situaciones de mayor perplejidad.

Siempre hay que buscar lo que quiere la Iglesia, trascendiendo lo que puede ser opinión personal de uno u otro.. Es cierto que, en el orden personal unos resultarán más atrayentes que otros. Pero la doctrina ha de ser la de la Iglesia. Me encantan estas palabras del Apóstol: “Pues si alguien os predica un evangelio distinto –seamos nosotros mismos o un ángel del cielo- ¡sea maldito!”.

Hoy alguno le diría a Pablo: “No exageres, que no hay para tanto”. La cultura del consenso y del relativismo nos ha llevado a ello. Pero los contenidos de la fe no provienen de un acuerdo entre hombres sino de una revelación. Nos han sido comunicados desde lo alto. Nos corresponde a nosotros adherirnos a ellos y renovar cada día nuestra adhesión.

Es verdad que a veces podemos tener problemas porque los ministros de la predicación quizás no lo hacen tan bien como deberían. Pero siempre podemos comprobar si aquella enseñanza es conforme al magisterio de la Iglesia y, además, si corresponde mejor a lo que busca nuestro corazón. Algunos confunden este punto con lo que resulta más cómodo. A esos no vale la pena decirles nada porque el problema es otro.