El Evangelio de hoy es la famosa comparación entre el fariseo y el publicano.

La invitación de hoy podría ser la de percibir que estas actitudes, sobretodo la primera, son bastante sutiles y que se introducen con facilidad en nuestras mentes y en nuestras vidas.

La tendencia a echar las culpas fuera o a los demás cuando algo falla, está extendidísima.

Depende con quien nos comparemos podemos quedar como personas buenas, que ayunan dos veces por semana y pagan el diezmo de todo lo que tienen, o si no al menos colaboran con alguna organización.

¿Cuántas veces al día se nos pasa por la cabeza ese “no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano”? Frente a lo que está pasando en nuestro mundo, los millones de personas que se ven obligados a salir de sus países por guerra, por el hambre fruto de la corrupción, es tan fácil autojustificarnos y pensar que todo esto no tiene nada que ver con nuestro estilo de vida. También, a menor escala, cuando viene la crítica, un problema, una discusión, etc. tendemos enseguida a justificarnos.

En todos nosotros hay una parte buenísima y otra parte egoísta. Jesús nos lo explica en otro momento, hablándonos de que en todos nosotros hay trigo bueno y al mismo tiempo cizaña. La cizaña no son un grupo de personas malas, con las cuales yo no tengo nada que ver, sino es la capacidad de hacer el mal que hay dentro de cada uno de nosotros por ser seres humanos (Mateo 13, 24-52).

Siendo conscientes de que esta capacidad de hacer el mal existe, es justamente el publicano, el que nos recuerda cual es la actitud más digna, más coherente y más responsable: “quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: «¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador.» Dios se estremece frente a esta capacidad de verdad y de autocrítica y le justifica.

¿Experimento a Dios como aquel que me justifica o trato de justificarme a mismo?