Estamos tan acostumbrados a ir a lo nuestro, que cuando nos encontramos con alguien desinteresado, que vela gratuitamente por nuestro bien: o bien desconfiamos, porque pensamos que, en el fondo, nos quiere dar gato por liebre, o bien pensamos que es el típico ingenuo y bobalicón, de esos que no se enteran de la vida, con lo que también terminamos por desconfiar. Con eso de la relación calidad-precio nos han acostumbrado a creeer que cuanto más pagamos, mejor calidad compramos, es decir, cuantos más resultados obtenemos y más cifras podemos aportar, más fruto espiritual estamos dando. Por eso, leyendo la primera lectura, uno no se espera que el apóstol Pablo, pidiéndole a los filipenses que le dieran una alegría, les pide solo la alegría de saber que entre ellos hay unidad y concordia, por encima de las rivalidades, las envidias, el rumoreo, el carrerismo, las zancadillas, los intereses propios, los politiqueos eclesiásticos, etc. Creo que si san Pablo escribiera hoy a cualquiera de nuestras comunidades no les pediría datos, resultados ni estadísticas: dime cuántas bodas tenéis, cuántos jóvenes van a la próxima excursión, cuántas confirmaciones celebráis, cuánto sacáis en la colecta, cuantos admiradores os felicitan por vuestras homilías, cuántas y cuántos… tenéis, hacéis, etc.! Más bien insistiría en lo mismo que les dijo a los filipenses: “Si queréis darme el consuelo de Cristo y aliviarme con vuestro amor, dadme esta gran alegría: manteneos unánimes y concordes con un mismo amor y un mismo sentir”.

Con esa misma lógica del consumismo espiritual terminamos también midiendo nuestra vida espiritual, nuestros apostolados, nuestras obras de caridad, y las relaciones entre los propios cristianos. Porque somos tan educados unos con otros, tan políticamente correctos, tan mirados y corteses que terminamos reduciendo la caridad cristiana a la buena educación y, al final, caemos en la misma hipocresía y puritanismo con la que medimos a todos los demás, es decir, a esos que decimos que son tan mundanos, tan superficiales y tan alejados de Dios, porque no rezan tanto como nosotros. Nos cuesta hacer el bien y que no nos lo reconozcan, que no se note, que no se den cuenta, que no nos lo agradezan. Nos cuesta renunciar al éxito mundano y eclesial, solo porque esperamos la paga que este mundo, aunque sea eclesial, suele dar por las buenas obras que hacemos. Nos cuesta alegrarnos del bien ajeno y terminamos contaminándolo con nuestras ambiciones secretas, nuestros rumoreo y politiqueo, para que el héroe salga mal parado por alguna parte, aunque sea mínima. Con razón, el Evangelio de hoy insiste en lo contrario: “Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; y serás bienaventurado, porque no pueden pagarte; te pagarán en la resurrección de los justos”. Es decir, no ambiciones la paga de los demás, sino busca solo esa otra recompensa que te dará Cristo, al final de los tiempos, en nombre de todos aquellos a los que entregaste gratuitamente el bien que el Señor puso en tus manos.

Tenemos que ser muy sinceros con nosotros mismos y purificar continuamente la intención que mueven nuestros actos. Porque, tendemos a justificarnos, a revestir de apariencia de bien lo que, en el fondo, es solo soberbia y egoísmo. Y ¡ojo!, porque todo esto no significa que estemos justificando y dando la razón a la gente que va a lo suyo, que abusa de la bondad y de la buena intención, que se aprovecha del bien y se acostumbra a exigir, que no agradece ni corresponde… Pero, ¡allá ellos! También el Señor les pedirá cuenta de todo y les dará también a ellos su paga proporcionada, si no quieren corregirse a tiempo.