Vista desde nuestros cortos esquemas y criterios, la muerte es el mayor y más absurdo fracaso del hombre, el mayor sinsentido de la vida. En cambio, vista desde la fuerza de la Cruz, es la mayor victoria de Dios y nuestro mayor triunfo. El Evangelio de hoy nos narra la muerte de Cristo en la Cruz, para que aprendamos de ella a morir y, sobre todo, a vivir. Porque, quizá, aprendemos demasiado tarde a vivir de la mejor manera que se puede vivir, que es cara a Dios. No te extrañe, pues, que te cueste mirar cara a cara a tu hermana muerte: si no sabemos morir, es porque no hemos aprendido a vivir.

Nuestro Señor, en Getsemaní, sufrió en su humanidad la agonía indescriptible de ver cercana su muerte, pero el amor oscuro al Padre y a nuestra salvación pudo sostenerle en la Cruz. Realmente, ni siquiera la muerte de Cristo en la Cruz hubiera tenido sentido sin la resurrección. Por eso, la muerte deja de ser un misterio cuando la contemplamos desde Cristo y desde la gloria de la vida futura. Porque nosotros “somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo. Él transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso, con esa energía que posee para sometérselo todo”. Esta realidad gozosa, y a la vez misteriosa, de nuestro cuerpo resucitado la profesamos cada vez que rezamos o recitamos el Credo; pero, con la boca chica, porque en el fondo no terminamos de creernos eso de que “El transformará nuestro cuerpo humilde según el modelo de su cuerpo glorioso”. Y, encima, se lo echamos en cara a Dios: oye, si al final nos vas a resucitar (solo si somos buenos…), pues ahorranos el trago de pasar por la muerte y ya está, ¿para qué complicarnos la vida? Nosotros no creemos en la muerte, ni en el fin del mundo, ni en la nada después de esta vida; creemos en la vida eterna, en la resurrección del cosmos y de todo lo creado, y en la comunión de los santos y de la vida trinitaria que nos espera más allá del fino umbral de la muerte. Y solo esto sería suficiente para ir por la vida con cara de esperanza, de optimismo, de sosiego y confianza en Dios, aunque los problemas nos lleguen a la nariz.

Pídele con fuerza a la Virgen eso que tantas veces le has dicho en tus oraciones: «Ruega por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte». Encomiéndale a san José los últimos trabajos del alma y del cuerpo en esta vida, a él que tuvo la dicha de morir acompañado de María y de Jesús. Y no dejes pasar uno solo de tus días sin ofrecer tu oración por nuestros hermanos difuntos, que tanto necesitan de la oración de toda la Iglesia. Contempla en ellos cómo, tarde o temprano, llega el fin de todas las cosas. ¿Qué te llevarás, entonces, de esta vida, si sólo tú y tu amor podrás mostrar a Dios en tus manos vacías?