Quien haya perdido el móvil alguna vez, sabe muy bien el mal trago que se pasa. Y no digamos cuando buscamos ese décimo de lotería que acaba de tocarnos y no nos acordamos dónde lo hemos guardado. Si lo que se nos pierde es el coche, porque no sabemos muy bien si nos lo han robado o, simplemente, es que no nos acordamos de dónde lo hemos aparcado, el trago también es memorable. Perder las llaves de casa o del coche, perder el monedero con todas las tarjetas de crédito, perder la maleta justo cuando hemos llegado al aeropuerto de destino, al otro lado del Atlántico, perder algo imprescindible y valioso, y buscarlo con inquietud, con angustia, y hasta con la boca seca, es, creo yo, una experiencia real de la que nadie se ha librado alguna vez en la vida. Así que, es fácil imaginar a la mujer de la parábola del Evangelio, buscando desesperadamente por toda la casa esa moneda que se le había perdido, o al pastor que corre y vuela detrás de la oveja perdida hasta encontrarla.

En cambio, no nos dejamos la zapatilla cuando lo que perdemos son cosas espirituales, de esas que no se ven, que parece que no son tan urgentes, y que solemos dejar en un segundo plano, porque no nos ayudan a llegar a fin de mes, o no nos resuelven el problema inmediato que tenemos delante. Para las cosas de Dios, o las cosas de nuestra vida espiritual, somos más bien perezosos y comodones, hasta caer fácilmente en una dejadez –a veces crónica– muy bien justificada con buenos motivos y excusas. Si pusiéramos en ellas el mismo interés que solemos poner en las cosas materiales, familiares, profesionales, etc., ¡otro gallo cantaría! Y el problema es que, a base de no darles la debida importancia, terminamos por acostubrarnos a la rutina espiritual y hasta llegamos a hacernos insensibles ante el bien o el mal propio y ajeno. Nos impresionan las necesidades materiales de los más necesitados y, quizá, ni pestañeamos ante las carencias morales de los que nos rodean. La indiferencia ante el pecado propio y ajeno termina haciéndonos creer que el pecado no existe y, por lo tanto, aunque hayamos perdido la cercanía con Dios, la gracia, la virtud, etc., no lo buscamos, porque ni siquiera somos conscientes de lo que hemos perdido.

Quizá también por eso andamos tristes y como desanimados: porque buscamos esas otras alegrías efímeras, en las que tenemos puesto el corazón y las energías, sin llegar a apreciar del todo ese otro gozo espiritual, que nace de la paz del alma y la tranquilidad de conciencia. El Señor, en el Evangelio, apunta al centro de la diana: la alegría del cielo se parece a la alegría que experimenta el pecador que se convierte. Y esto, no se lo dijo a los pecadores de la época, que se acercaban a escucharle y comían con Él; se lo explicó a los escribas y fariseos, es decir, a los que se tenían por justos, virtuosos, espirituales, cumplidores ejemplares y hasta maestros de la Ley. Poco sabían estos de la alegría de la propia conversión y seguro que estaban escuchando las palabras de Jesús con cara de poker y, más de uno, con cara de almendra amarga…