Leyendo el evangelio de hoy, me vienen a la cabeza los numerosos casos de corrupción económica que leemos cada día en los periódicos. Cada día se puede encontrar un titular nuevo, con un personaje distinto y una modalidad inédita de fraude y engaño, a cual más sofisticada. Y, al final, siempre llego a la misma conclusión: pero si saben que les van a pillar, ¿cómo es posible que la ambición de dinero y de poder les haga llegar tan lejos? Pues sí, es posible. Somos capaces de emplear todo tipo de esfuerzos, astucias y artimañas para conseguir eso poco que creemos que nos va a hacer felices, o que nos va a arreglar la vida, aun sabiendo que, al final, esa ambición incluso puede volverse contra nosotros y hasta llevarnos a la cárcel.

El administrador de la parábola bien podría formar parte de algún titular de periódico, junto a la víctima del fraude, su amo, un hombre rico, que se fiaba de sus trabajadores y que no tenía motivo para no confiar en su administrador. Está claro que la ambición de poder, de dinero, de bienestar, etc., no es de ahora, aunque sí es de ahora la posibilidad de que esa ambición sea motivo para sacar un titular periodístico de esos que generan más tirada. Y, ¿quién no tiene sus ambiciones más o menos secretas, más o menos grandes o pequeñas? Porque, el que esté libre de pecado, que empiece a tirar la primera piedra. Por eso, quizá, el amo de la parábola no recrimina a su administrador que tenga esa ambición de dinero y de poder; tampoco le recrimina que le haya engañado al desempeñar su puesto. Esa ambición es una manifestación propia del pecado, que obra en nosotros como un virus que puede llegar a ser potente y letal, si no se sabe curar a tiempo. No, el amo no recrimina el pecado del administrador, no le echa en cara su ambición; es más: le felicita por la astucia que ha empleado para conseguir sus propios intereses. Y aquí está el mensaje de la parábola: al amo le duele el pecado, pero le duele más ver que el administrador no solo no lucha contra ese pecado sino que emplea toda su astucia al servicio de su ambición. Ese administrador es ciego, pero de los que no quieren ver: es capaz de aprovecharse del negocio de su amo, de engañar a todos sus deudores para asegurarse un porvenir, y no es capaz de administrar los bienes del alma, esos que perduran más allá de los cargos, de los negocios, de los dineros, y de todas nuestras astucias.

Esta es la condición humana, la de todos los tiempos y la de todos los hombres, seamos católicos o no, recemos o no. Otra cosa es que nos esforcemos, o no, por luchar contra el pecado, que anida en nosotros bajo formas muy sutiles, disfrazadas de bien, incluso espiritual. Por eso, denota mucha oscuridad interior el hecho de que, aun trabajando en la casa del amo, aun recibiendo de él la confianza para ser nombrados sus administradores, aun pasando ante todos por el hombre de confianza de su amo, el administrador aproveche todo eso para derrochar los bienes recibidos y, además, utilizar todo tipo de artimañas para lograr su secreta ambición.

Tenemos que preguntarnos a diario, en cada ocasión y circunstancia, dónde ponemos el corazón. Y examinarnos con sinceridad, para sacar a la luz todas esas ambiciones ocultas que mueven, como hilos secretos, muchas de nuestras acciones, palabras, gestos, etc. Aunque recemos mucho, aunque vayamos a Misa, aunque demos catequesis y trabajemos en la viña del Señor, como dignos administradores suyos. Con nuestra astucia, la de este mundo, somos capaces de vivir en esa doble vida, con esa doble moral y con esa doble medida, sin que se note, ni se sepa, ni salga a la luz; pero, nada más contrario a la astucia propia de los hijos de la luz.