No solemos dar importancia a las cosas pequeñas precisamente por eso: porque son pequeñas. Si, además, nadie las ve, menos importantes parecen. Y si, además, no me van a dar ganancia alguna, pero aún: las pasamos por alto olímpicamente. Porque hay que centrarse en lo importante, en las cosas gordas y aparentes, en lo que todo el mundo ve, precisamente por eso: porque son cosas grandes y todo el mundo las ve. Y si, además, me dan alguna ganancia, sobre todo económica, ¡pues con mayor motivo! Y así vamos por la vida: como pintores de brocha gorda, queriendo pintar mucho a base de aparentar y figurar, aun sabiendo que muchos de nuestros cuadros no deberían pintarse con rodillo, sino con pincel fino. Pero, al final, el dinero es el dinero. Muchos grandes personajes de empresas multimillonarias empezando siendo mozos de carga y aprendieron a dirigir sus futuras empresas atendiendo a la gente detrás de un mostrador. Y muchas grandes empresas fracasan en el intento solo porque, en su momento, no dieron importancia a los detalles pequeños, en los que se suelen jugar las grandes cosas.

El Evangelio está cuajado de cosas pequeñas, de detalles insignificantes, pero decisivos, para que la Encarnación del Verbo pudiese realizarse. La vida cristiana está tejida también de eso: de innumerables ocasiones pequeñas y circunstancias anodinas, de muchos ‘pocos’ en los que está en juego nada menos que nuestra vida de virtud y nuestra santidad. Y no digamos en la vida cotidiana, en el trabajo, en la amistad, en el apostolado, etc.: muchos, innumerables ‘pocos’, que a menudo pasamos por alto, porque no les damos la importancia debida. La rutina, la tibieza, la mediocridad, entran por la puerta de esos muchos ‘pocos’ a los que no damos importancia y, al final, terminan convirtiéndose en una enfermedad crónica.

El que no aprecia lo pequeño, el que está acostumbrado a la brocha gorda, a lo extraordinario y aparente, a lo que todos valoran y ven, no es capaz de llegar a apreciar la belleza de esa filigrana delicada y sutil que es el Evangelio. Porque, “el que es fiel en lo poco, también en lo mucho es fiel; el que es injusto en lo poco, también en lo mucho es injusto”. Menos mal que Dios ve y conoce lo escondido, eso que otros no ven o desprecian, eso que pasa desapercibido al corazón ambicioso y altanero, eso que hay debajo de nuestros rodillos y pinturas, eso que casi nadie aprecia porque no da dinero, fama, imagen y carrera. Tampoco se trata de ser mojigatos, ni de ir de lelos por la vida; pero sí de saber descubrir la grandeza que se oculta en las cosas pequeñas y en los detalles escondidos, aunque pocos las reconozcan, y la pequeñez que encierran las cosas aparentes y aparatosas, aunque todos las aplaudan. Dura frase, pero muy real, la que dirige el Señor a los fariseos de su época: “Vosotros os las dais de justos delante de los hombres, pero Dios conoce vuestros corazones, pues lo que es sublime entre los hombres es abominable ante Dios”. También hoy nos la sigue diciendo a nosotros, a cada uno, para que examinemos si en nuestro interior hay también espacio para la hipocresía y la mentira. Saber que Dios conoce el interior del corazón, mucho mejor que nosotros mismos, es una fuente de paz y de serenidad ante la vida y ante los hombres. Y para pintar ahí, en el interior del corazón, no caben brochas gordas ni rodillos, sino más bien el pincel fino de la sencillez, ese con el que Dios pintó la obra maestra del Evangelio.