Tenemos tantas cosas en la cabeza, tantas preocupaciones diarias, tantos líos y agobios que hay que resolver, que pocas veces nos detenemos a pensar en eso de la resurrección. No es una de nuestras distracciones más frecuentes, ni uno de nuestros problemas más urgentes, porque no nos ayuda a llegar a fin de mes; tampoco suele ser una de las cosas que llevamos apuntadas en la agenda, o en la lista de la compra, o en las alarmas del móvil. Si acaso, nos lo planteamos de refilón cuando nos toca ir a un funeral, porque el cura suele hablar de la resurrección en la homilía; y si quien se ha muerto es alguien muy cercano, entonces sí que nos podemos plantear el tema con más seriedad, pero con el tiempo volvemos a las andadas, porque con sobrevivir en el día a día y “resucitar” durante el fin de semana ya vamos más que sobrados. Y, sin embargo, la resurrección es el centro de nuestra fe. Así que, si no pensamos habitualmente en ella, o tenemos poca fe, o nuestra fe está des-centrada.

Los saduceos no creían en la resurrección de los muertos. Por eso, se imaginaron que con plantearle al Maestro el tema en el nivel de la casuística iban a ganar la diatriba del día. Y el planteamiento del caso llega a ser tan absurdo y ridículo que, a decir verdad, no mostraban mucho interés por aclararse sobre el tema, sino que lo que buscaban, más bien, era vencer en el ring al contrincante con una dialéctica y argumentación mucho mejor que la suya. El Señor, en cambio, se la devuelve con creces, porque les cita nada menos que a Moisés, como queriéndoles decir que esa fe judía, de la que ellos alardean, es, nada menos, que fe en un Dios de vivos. Vamos, que se consideraban judíos, pero un poco a la carta, porque en eso de la resurrección ¡ni se molestaban! Y, al final, muchos de nosotros terminamos haciendo como ellos: creemos en esta vida, porque sentimos su peso día a día; creemos en la muerte, porque la vemos a nuestro alrededor y porque, tarde o temprano, la experimentamos en nuestras carnes. Pero, creer en la resurrección, es ya otro cantar. Y mira que la profesamos de boquilla en el credo de los domingos, pero ni por esas.

Alimentar nuestra fe en la resurrección es vivir la vida y la muerte de otra manera: desde la esperanza en la gloria futura. Nos aferramos al presente, aun sabiendo que pasa fugaz, antes de poder atraparlo, y no nos aferramos a ese futuro de gloria, del que tenemos la certeza infalible en la carne resucitada de Cristo. Nuestra resurrección es la mayor prueba de amor que hemos recibido de Dios y, sin embargo, preferimos creer en nuestros ositos de peluche, en ese día a día de nuestra existencia, que pasa fugaz y veloz, como espuma en los dedos. Y los hay que optan por eso, por los ositos de peluche, por los juguetes de esta vida, antes de que la muerte nos los arrebate, solo por eso: porque la muerte nos privará para siempre de ellos. ¿Cómo es posible vivir esta vida sin tener la certeza de que, más allá del umbral fino de esta existencia, hay otra vida eterna que no pasa? ¿Es posible vivir bien esta vida sin plantearse alguna vez, en serio, más en serio que los saduceos del Evangelio, nuestra posible resurrección? San Pablo lo dijo muy clarito: “Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe”, es decir, que estamos haciendo el canelo… Ojalá el Señor nos conceda lo que tantas veces le pedimos, por intercesión de la Virgen, cada vez que rezamos la Salve: “…y después de este destierro, muéstranos a Jesús”.