Comentario Pastoral

EL DíA DE LA SALVACIóN

Cuando el año litúrgico toca a su fin, somos convocados desde los textos bíblicos de este domingo, a una reflexión escatológica: «llega el día». Este día no es un día de calendario, sino la hora de Dios, la hora del culto verdadero en espíritu y verdad. No son los cataclismos y desastres cósmicos del final los que deben hacer cambiar nuestra conducta para superar la tibieza espiritual. Siempre es momento oportuno para el cambio, pues siempre es el día propicio, el tiempo apto para honrar el nombre del Señor de los ejércitos y quemar la paja de nuestras infidelidades.

El Señor viene continuamente y es necesario descubrirle presente con actuación salvadora en la historia, por encima de las guerras que continuamente se desatan, los terremotos y hambre que acompañan la vida del hombre, las persecuciones que soporta el creyente. De ahí que no sea fácil vivir con esperanza y perseverar en la fe. Volviendo los ojos a Cristo, que venció al mal en la cruz, el cristiano supera el pánico de la soledad y de la incomprensión y descubre la Buena Noticia del Reino de Dios que se instaura en el mundo. Todos los días son pues, oferta gratuita de salvación.

El anuncio de cruz, malestar y persecuciones es constante en el Evangelio. Durarán hasta el último día. El cristiano renuncia por Cristo a todo y a todos. Su testimonio, en consecuencia, podrá ser perseguido y odiado por un mundo al que pertenece y al que quiere salvar, como lo salvó Cristo. Su vigilancia y continua tensión deberán traducirse en el trabajo diario, que pueda servir de ejemplo y dar al mismo tiempo autenticidad a su testimonio.

La tensión escatológica debe sacudir la indiferencia y somnolencia de una vida demasiado gris. Hay que vivir exigentemente y a Dios no se le contenta sólo con unas plegarias. Dios es el árbitro supremo de la historia. Por eso es estúpido recurrir a la astrología, a la parasicología y a las seudociencias para adivinar el futuro del hombre. Nuestro destino está en manos de Dios y en nuestra libertad. Los signos que Dios pone en la historia son sólo una provocación para nuestra conversión. Nuestro destino último y el del mundo es una empresa de felicidad o de tragedia eterna. Por eso es necesaria la perseverancia. «Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas».

Andrés Pardo

 

 

Palabra de Dios:

Malaquias 3, 19-20a Sal 97, 5-6. 7-9a. 9bc
san Pablo a los Tesalonicenses 3, 7-12 san Lucas 21. 5-19

de la Palabra a la Vida

Aquel Templo que Herodes reconstruyó era sin duda magnífico. Tanto que al salir del mismo con las gentes, algunos se admiraban de tanta belleza, de su enorme solidez. Una solidez capaz de desafiar a los siglos… aparentemente. Jesús advierte a los suyos de que ahí donde lo ven, «no quedará piedra sobre piedra». Será la ruina del Templo de Jerusalén. Pero esta será solamente el principio: signo primero de la catástrofe final y de la venida gloriosa del Señor.

Con todo, parece que en el evangelio de Lucas quiere el Señor poner las cosas ante los ojos de sus discípulos en su justa medida: no puede uno fiarse del primero que aparezca usando el nombre de Cristo, ni tampoco las guerras y desastres serán definitivos. La redención que se acerca estará marcada por las persecuciones de los cristianos.

San Lucas, que quiere instruir a su comunidad cristiana, anima a los suyos de esta forma a insistir en el anuncio del evangelio, que es la tarea que el Señor encomendó a los discípulos. Y lo hace advirtiéndoles de que ese anuncio supondrá persecución. No hay nada que temer, pues el Señor dispondrá de lo necesario para esa tarea, pero las traiciones serán habituales. Es por esto que el valor de la perseverancia es enorme: porque mientras haya cristianos, estos padecerán la persecución, pero en su constancia se podrá descubrir un signo de la presencia constante de Cristo con los suyos.

Escuchar este evangelio es ,por lo tanto, una invitación a la fe firme, y esta necesita de la escucha de la Palabra de Dios, pues la fe crece en la escucha de la Palabra santa. Si esa Palabra no es acogida en el corazón y comunicada a los hermanos, la desilusión y las deserciones harán mella en los cristianos. Es justamente en esa advertencia donde se sitúa la profecía de Malaquías en la primera lectura: escribe el profeta a una comunidad que ha padecido el exilio pero que ha podido volver a su tierra, y, sin embargo, la desilusión caracteriza la vida de esas gentes.

Seguir al Señor es un camino duro, de idas y venidas, constantes disgustos, amenazas, persecuciones y sufrimientos: «Cosa vana es servir al Señor». ¿Lo es? Esta es la gran pregunta que se hace el creyente ante la hora de la persecución: ¿Merece la pena? Sufrimos mucho, padecemos injusticias, ni nos animan ni nos defienden… ¿esto merece la pena? Es Malaquías el profeta que anima a los suyos a perseverar, recordándoles que el Señor vendrá para hacer justicia. La tendencia ante las dificultades, ante la persecución, es bajar el nivel, dejarse llevar por todos para que la fe sea más llevadera.

En realidad, nada importante puede desarrollarse sin sufrimiento. Aquella gente experimentaba que su fe y su fidelidad al Señor no daban a su pueblo una alegría terrena. La fe vivida propiamente tiene siempre delante «aquel día», el momento del juicio, pero nosotros esperamos a menudo un consuelo para el momento. Lo hacemos así en la oración también.

Así pues, las últimas advertencias que el Señor nos da para la vida en este año litúrgico son acerca de la importancia de seguir ahí, de no dejarnos llevar por lo que sucede alrededor y perder la mirada del final de todo. Sin duda, y eso podemos guardar en el corazón hoy, merece la pena seguir al Señor, buscarle cada día, y emplear los sufrimientos y persecuciones que nos toquen, para recordar hasta qué punto no vamos solos, sino que el Señor lo ha vivido antes por nosotros y ahora quiere acompañarnos.

Diego Figueroa

 

al ritmo de las celebraciones

De la oración litúrgica a la oración personal…
para orar con María en la clausura del Jubileo de la Misericordia


En verdad es justo y necesario,
es nuestro deber y salvación, darte gracias, Padre santo,
siempre y en todo lugar, y proclamar tu grandeza
en esta memoria de la bienaventurada Virgen María.
Ella es la reina clemente
que, habiendo experimentado tu misericordia de un modo único y privilegiado,
acoge a todos los que en ella se refugian y los escucha cuando la invocan.
Ella es la Madre de la misericordia,
atenta siempre a los ruegos de sus hijos,
para impetrar indulgencia y obtenerles el perdón de los pecados.
Ella esla dispensadora del amor divino,
la que ruega incesantemente a tu Hijo por nosotros,
para que su gracia enriquezca nuestra pobreza y su poder fortalezca nuestra debilidad.
Por él, los ángeles y los arcángeles te adoran eternamente, gozosos en tu presencia.
Permítenos unirnos a sus voces cantando tu alabanza.
Santo, Santo, Santo…




Para la Semana

Lunes 14:


Apocalipsis 1, 1 -4;2,l-5a. Recuerda de donde has caído y arrepiéntete.

Sal 1. Al que salga vencedor le daré a comer del árbol de la vida.

Lucas 18,35-43. ¿Qué quieres que haga por ti? Señor, que vea otra vez.

Martes 15:

Apocalipsis 3,1-6.14-22. Si alguien me abre, entraré y comeremos juntos.

Sal 14. Al que salga vencedor lo sentaré en mi trono, junto a mí.

Lucas 9,1-10. El Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido,
Miércoles 16:


Apocalipsis 4, 1 -11. Santo es el Señor, soberano de todo: el que era, es y viene.

Sal 150. Santo, Santo, Santo es el Señor, soberanode todo.

Lucas 19,11-28. ¿Por qué no pusiste mi dinero en el banco?

Jueves 17:

Santa Isabel de Hungría. Memoria.

Ap 5,1-10. El Cordero fue degollado y con su sangre nos compró de toda nación.

Sal 149. Has hecho de nosotros para nuestro Dios un reino de sacerdotes.

Lc 19,41-44. ¡Si comprendieras lo que conduce a la paz!.
Viernes 18:

Apocalipsis 10,8-11. Cogí el libro y me lo comí.

Sal 118. ¡Qué dulce al paladar tu promesa!

Lucas 19,45-48. Habéis convertido la casa de Dios en una cueva de bandidos.

Sábado 19:

Apocalipsis 11,4-12. Estos dos tormento para los habitantes de la tierra.

Sal 143. Bendito el Señor, mi roca.

Lucas 20,27-40. No es Dios de muertos, sino de vivos.