foto¡Negociad la onza! Me encanta que Nuestro Señor no se encuentre incómodo, como los puritanos, a la hora de tocar determinados temas. Hay gente que se cree que el dinero es cosa del Diablo y los suyos, y que la libertad es un invento que huele a azufre, y que hacer negocios es asunto sospechosísimo de quienes en el fondo no buscan a Dios, sino las cosas del mundo y sus tejemanejes. Pues precisamente Cristo pone el ejemplo del ejercicio del negociado para hablar del Reino y de la acción de Dios, ¿no es admirable? Pasa como con la comida. Estar al lado de un vegano (quien incluye una dieta sin leche, ni huevos, ni carne) es la cosa más incómoda del mundo, porque se toma la comida como una religión normativa, cargadita de preceptos que hay que cumplir para que las instrucciones funcionen, y tarda más horas de lo normal en el supermercado para que nada de lo que ingiera le pueda dañar, a ver si la lía. La libertad del hombre hacia los alimentos la expresó magníficamente Nuestro Señor a Pedro en aquella visión en que, viendo el apóstol un mantel con muchos alimentos de los que dudaba su ingesta, oyó una voz que le decía, “¡Pedro, mata y come!”. Porque lo que mancha al hombre no es lo que entra por la boca, sino lo que sale de ella. Y lo que mancha las manos no es la moneda ni el billete de curso legal, sino la difamación, la injusticia, el robo…

Si el hombre no negocia en la vida, pierde la propia vida, es así de dramático. Negociar es convertir la materia prima en belleza, las propias manos en puro servicio a los demás. El dinero debe convertirse en bienes, que el dinero a secas es una esfinge muy quieta que no procura ninguna satisfacción. En este punto, la escritora italiana Natalia Ginzburg aconseja a los padres que no hablen mucho del dinero a sus hijos, sino de los bienes, de las cosas que se pueden adquirir con él, así no se acostumbrarán a almacenarlo o divinizarlo. Hay que negociar con el barro para convertirlo en el rostro de una mujer joven donde muchos reconocerán a Nuestra Madre. María. La tinta de la escritura se negocia para llegar a dar con el perfil de un personaje literario que conmueva al lector, y le haga conocer mejor quién es el ser humano. Los ojos son el material más noble del cuerpo, con ellos hay que negociar también, y mucho. No todos saben mirar la cama de los enfermos, porque creen que allí está la descomposición y el horror. Los ojos deben apuntar siempre hacia el consuelo de los débiles, y eso hay que aprender a negociarlo.

El problema de nuestro tiempo no es el consumismo, sino la falta de entusiasmo por lo comprado, que nos obliga a saltar de un producto a otro. El disfrute de un bien es la garantía implícita de un agradecimiento, y de ahí a ponerse delante de Dios hay un paso pequeñísimo. Cuando el hijo pródigo le pidió a su padre la parte que le correspondía de la herencia, el progenitor no se le puso farruco ni estuvo disputando con él un tema de herencias, lo suyo es que hubiera esperado a su propia muerte para que los hijos se hicieran con los dineros. No, sencillamente se lo dio, punto. Hay un deseo vívido por parte de Dios por saber en qué negocia su criatura. Santa Teresa de Calcuta negoció en los débiles, el empresario cristiano negocia en responsabilidades y justicia, el obrero cristiano negocia en serenidad y buen hacer, los padres de familia cristianos negocian en una educación que sin ellos no podría llegar del aire.

Así es que… “¡negociad, negociad!”