En el comentario de ayer hacíamos alusión a estar vigilantes para abrir al Señor cuando llame a nuestra puerta. Hoy, al hilo de las lecturas, desarrollamos algún aspecto de esas diarias venidas de Dios a nuestra alma.

En realidad, desde el punto de vista teológico, es inexacto decir que “viene”. En realidad, él no viene porque ya “está”. Está dentro por la gracia santificante. Somos nosotros los que con más o menos consciencia y afecto, vivimos y disfrutamos de esa real presencia de Dios en nuestros corazones. Y como tenemos tantos vaivenes y altibajos, no es tarea pacífica vivir con alegría la presencia Dios. En realidad es una guerra constante, la batalla de cada día, donde nos jugamos nuestra propia felicidad y paz interior. Para ello, son indispensables las ayudas que Dios nos presta. Son como las armas con las que combatir la dura batalla de cada día.

En la lectura del profeta Isaías aparece el texto que sirvió a los Santos Padres, sobre todo San Agustín y San Gregorio Magno, para elaborar la doctrina preciosa de los dones del Espíritu Santo: “Sobre él se posará el espíritu del Señor: espíritu de sabiduría y entendimiento, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor del Señor”. Isaías primero se refiere a la donación —un “posarse”— del “espíritu del Señor”, lo que en el Nuevo Testamento se referirá al don del Espíritu Santo. Es decir, que en primer lugar, Dios se nos da a Sí mismo en la tercera persona de la Trinidad, eternamente unida al Padre y al Hijo. Y de esa fuente manan en el corazón del cristiano los siete dones cuyos efectos descubrimos en la vida santa de los cristianos. Los siete dones tienen como fin mover al hombre a la santidad de vida, haciéndole gustar a Dios, hablar con Él y de Él, imitar los mismos sentimientos de Cristo, dar incluso la vida en testimonio de la verdad.

La santidad es fruto, entre otros, de dos elementos esenciales: en primer lugar, la presencia de Dios en el cristiano, que desde dentro mueve su vida hacia la perfección; en segundo lugar, la disposición del corazón a secundar esas suaves mociones de Dios a lo largo de la vida. A veces esas mociones serán imperceptibles, y tienen que ver sobre todo con la vida cotidiana. Pero que sea imperceptible no significa que sea poco importante. De hecho, cuanto más conscientes somos de esas mociones del Espíritu Santo, se acrecienta nuestra intimidad con Él y aumenta la capacidad de nuestra inteligencia y voluntad para imitar mejor a Cristo, para que Él viva más intensamente en nosotros. Es un camino que va creciendo en altura, en vida interior, en sensibilidad para las cosas de Dios.

Esta realidad de la presencia del Espíritu Santo, de la moción de sus dones y de la santidad de vida es algo presente en la vida de todos los cristianos, no sólo de algunos elegidos. Algunos detalles del Evangelio iluminan esta realidad maravillosa. Lo primero es que en Cristo se hace realidad lo profetizado en Isaías, pues en Él se ha posado el Espíritu Santo: “lleno de alegría en el Espíritu Santo”. Un segundo detalle precioso es la moción del Paráclito, que inspira a Jesús una locución: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños”. En la vida de Cristo encontramos una permanente moción del Paráclito y una constante acción de los dones del Espíritu Santo. El Espíritu Santo “mueve” a Cristo con sus dones, y de igual modo desea movernos a cada uno de nosotros. En Jesús, esa moción fue siempre perfecta y correspondida; en nosotros es intermitente y de diversa intensidad.

Un último aspecto a señalar sería lo que afirma Cristo: Él revela los secretos de su corazón a los humildes, a quienes tienen buenas disposiciones para escuchar su palabra y cumplir la voluntad del Padre. Ayer en el evangelio aparecía un centurión romano a quien Cristo alaga por su fe y pone como ejemplo a todos. Se trata de un corazón “pequeño”, en los que Él puede entrar. Llevados de ese testimonio, le pedimos al Señor que derrame sobre nosotros su Espíritu y que nos haga cada vez más consciente de sus mociones en nuestra vida diaria. Que nos conceda cada uno de los siete dones y que crezcamos en santidad. Veni, Sancte Spiritus!