A las puertas de la Navidad escuchamos, de labios de la Virgen, el bello himno del Magnificat. Está en casa de Isabel, con la que se quedará tres meses hasta el nacimiento de Juan. Tras ser saludada por su prima como “la madre de mi Señor”, María se llena de alegría. No se atribuye nada a sí misma, sino que todo lo remite a Dios. Queremos unirnos a ese canto de alabanza de la Virgen y con ella prepararnos para celebrar el nacimiento de Jesús.

La Virgen a acudido a casa de su prima, ya anciana, para acompañarla y ayudarla en los últimos meses de su gestación. Ahí ya se nos dice algo. Lo primero es que prepararse a recibir a Cristo ha de ponernos en la tensión de servir a los demás. Cristo viene salvarnos. Sólo él puede redimirnos. Nadie puede liberarnos de la esclavitud del pecado, salvo él. Pero, de la Virgen aprendemos que hay muchas situaciones en las que nosotros podemos socorrer al prójimo. Y esa es una bella manera de preparar la Navidad. La práctica de la caridad siempre predispone para recibir a Dios, pues Él es amor.

La segunda cosa que descubrimos es que servir a los demás siempre es fuente de alegría. No se trata de la autocomplacencia ni de un mero sentirse bien. Lo que sucede, cuando obramos el bien, es que experimentamos el poder de Dios en nosotros. Vemos las maravillas que el Señor obra a favor nuestro y nos sorprende que podamos ser partícipes de su amor prodigándolo también a los demás.

El canto del Magnificat nos habla también de la humildad de la Virgen. Exulta porque Dios se ha fijado en ella que se reconoce pequeña. A pocos días de la Navidad no podemos dejar de pensar en el abajamiento del Hijo de Dios. Él se hace pequeño; condesciende hasta nosotros. Un obispo señalaba que Dios se hace tan pequeño que sólo los verdaderamente pequeños se encuentran con él. Acostumbrados a mirar la sencillez del establo, en el que Jesús nació, nuestra mirada se vuelve hoy a la humildad de María, en cuyas entrañas se encarnó el que es eterno.

En su himno María también nos recuerda que Dios “dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos”. Son unas palabras llenas de fuerza pronunciadas por la Madre del Redentor. La Virgen señala el amor de su Hijo por los pequeños. Es también el amor que ella siente, porque está totalmente unida a Jesús. Es el amor en el que nosotros tenemos que ser educados. Pensemos en todo lo que se oculta detrás de las palabras “soberbios”, “poderosos” y “ricos”. Seguramente abarcan muchos aspectos y, algunos de ellos, al menos, los podremos encontrar en nosotros. En estos pocos días antes de la Navidad intentemos disponer mejor nuestro corazón. Aprendamos de María, de su sencillez, de su humildad, de su generosidad, … Así no quedaremos confundidos y podremos celebrar ese encuentro profundo con Jesús que es la Navidad.

Igualmente, al ver como el Señor se fija en los humildes, los pobres, los pequeños, también le queremos pedir que nos enseñe a verlos con su mirada misericordiosa. Esa mirada de verdadero amor que le llevó a acercarse hasta nosotros.