Los primeros capítulos del Génesis cuentan con detalle cómo Dios crea al hombre en el sexto día creacional para que participe en el séptimo día, el día del descanso de Dios. Como si toda la creación, narrada a través del esquema de la semana, culminase en ese día del descanso, en el que el hombre comparte intimidad y comunión con Dios. Los judíos habían concentrado tanto el espíritu de la Ley en el cumplimiento de sus miles de preceptos que habían perdido el norte en muchas cosas, y terminaron sustituyendo el sentido del sábado por el legalismo. Con razón, el Señor les recuerda en el Evangelio aquellos inicios de la historia de la salvación, en los que “el sábado se hizo para el hombre, y no el hombre para el sábado”. En ese día séptimo Dios descansa en el hombre y con el hombre; y el hombre descansa también en Él y con Él. Y en esa mutua intimidad encuentra su sentido más radical y profundo toda la existencia del hombre. San Ignacio de Loyola recogía bien estos ecos del descanso de Dios, narrado por el Génesis, cuando escribía en su librito sobre los Ejercicios Espirituales el llamado “Principio y Fundamento”: “El hombre ha sido creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios Nuestro Señor, y mediante eso, salvar su alma”.

Todo esto está muy bien para los momentos de poesía y meditación, pero otra cosa distinta es el día a día, porque las ocupaciones y agobios nos comen, nos sobrepasan, y nos hacen perder el norte de todo. Las cosas que dice el Génesis están muy bien, pero el Génesis no me ayuda a llegar a fin de mes, no me cura mi enfermedad y tampoco me explica tantas cosas concretas de la vida. Y al final, la teoría va por un lado y la práctica por otro, porque en medio del atasco, del problema, del agobio, de las prisas, de la enfermedad, del fracaso, etc., lo último que se nos ocurre es lo del día séptimo, lo del descanso con Dios y todas las demás poesías que nos cuenta el Génesis. Y así nos va. Que no sabemos descansar, ni en Dios, ni en los demás. Hemos sustituido la cultura del descanso, que tiene un profundo valor personal y cristiano, por la cultura del ocio, que se define, no en referencia a Dios y a la persona, sino por contraste con la actividad laboral: el tiempo de ocio es el tiempo en que no tengo que ir al trabajo, es el tiempo libre de ocupaciones laborales. En el descanso está presente Dios; en el ocio estoy yo y las cosas que yo quiero que estén, porque ese tiempo lo getiono yo y solo yo. Y como hemos perdido el sentido del descanso, tampoco sabemos descubrir el sentido del trabajo. Y al final, volvemos a los agobios del día a día, es decir, terminamos siendo esclavos del sábado, del deber, del legalismo, del trabajo, en definitiva de nosotros mismos y de nuestro propio yo.

El arte de saber descansar nos define también en nuestra vida espiritual: díme cómo descansas y te diré cómo es tu relación con Dios. ¿Qué no tiene nada que ver…? Pues más de lo que parece. Si no sabemos descubrir a Dios como “Señor del sábado” es que no hemos entrado en su intimidad y, por eso, las cosas, los líos, las prisas y los agobios nos dominan, nos impiden descansar, vivir la vida no según el tiempo de las cosas sino según el tiempo de Dios. Aprender a descansar en Dios, en su providencia, en su acción sutil y misteriosa, es aprender a vivir la vida en otra clave, distinta al eficientismo que nos propone el mundo de hoy, o al legalismo en el que tantas veces convertimos nuestra fe cristiana. Tenemos que aprender a descubrir el sentido cristiano del tiempo, si no queremos que el tiempo nos aprisione con las garras de las prisas y el agobio. ¿Será por eso, porque no sabemos descansar, por lo que andamos todos quejándonos continuamente de que “no tenemos tiempo”, ni siquiera los domingos?