Muchos se desaniman del cristianismo cuando ven que Dios no cumple sus peticiones, o no hace los milagros que debería hacer. Como si Dios fuera la lámpara de Aladino: pídeme tres deseos, o la máquina de refrescos: metes la moneda y sale la lata. ¿No es bueno? ¿Por qué no me cura esta enfermedad, o no me soluciona tal problema, o no me consigue eso que necesito, o no convierte a esa persona? ¿No es Dios? ¿Entonces por qué permite el mal y la injusticia en el mundo? Así piensan muchos que, con poca idea del Evangelio, piensan que, ya que Dios se hizo hombre y vino a morar entre nosotros en este valle de lágrimas, bien podía haberse dedicado no a curar un enfermo sino a curar todas las enfermedades, no a perdonar a un pecador sino a barrer del planeta todo mal y toda injusticia. ¡Qué suerte tuvieron todos aquellos que se le acercaron y pudieron ser curados por Él! A todo aquel gentío que se le acercaba en busca de milagros, el Señor enseñaba pacientemente quién era Él y cuál era su misión.

Por contraste, también los demonios se le acercan a Jesús. Pero no para conseguir milagros. No los necesitan. El Evangelio afirma que los demonios sí que le conocían, sabían quién era. Y, sin embargo, el Señor les prohibía que lo dijesen, porque eran los milagros y no el mal los que tenían que dar testimonio de Dios. Pero, impresiona ver que los demonios sí que conocían a Jesús, mientras que muchos de aquellos hombres que se le acercaban a escucharle y tocarle, no llegaron a creer en Él, a pesar de que habían recibido alguna curación milagrosa.

Tocar a Dios. Ver sus milagros. Esa es la condición que tantas veces le ponemos para creer en Él. Y terminamos mercadeando con la fe, agarrándonos a las seguridades materiales, aunque sean religiosas, solo porque nos asusta fiarnos de un Dios al que no terminamos de conocer. También los fariseos tentaron al Señor en la Cruz con la misma sutileza: si eres Dios, baja ahora mismo de ahí. Y los mismísimos demonios lo intentaron también en los días del desierto: si eres Dios, haz que estas piedras se conviertan en pan. No queramos nosotros cambiar el estilo de Dios. Si la fe nos sirve solo para que nos toque la lotería, para pretender que Dios nos resuelva nuestra agenda, nuestras quinielas, nuestros agobios y ambiciones, mal andamos. Lo cual no significa que no confiemos en la providencia divina, y que no debamos encomendarle a Dios todas nuestras preocupaciones y problemas. Ni Dios es un ente lejano, abstracto y gelatinoso, ni tampoco es un empleado que está detrás del mostrador de peticiones. El Señor vino a salvarnos del pecado, no a solucionarnos los problemas, aunque no terminemos de creernos que el principal problema que tenemos es precisamente ese: el pecado. Aprendamos del Evangelio ese estilo del Señor, que nos ayuda a poner la mirada y el corazón en lo profundo de las cosas, en lo que es verdadero y definitivo, en lo que permanece, es decir, en Él. Que el Señor sea nuestro verdadero deseo.