Cuántas veces hemos llevado a nuestra oración los pasajes evangélicos que narran las vocaciones de los apóstoles. El Evangelio de hoy nos cita a Simón, Andrés, Santiago y Juan, y destaca de ellos la prontitud en su respuesta: al momento dejaron sus redes y lo siguieron.

Pero hay en el Evangelio muchos otros personajes que pasan desapercibidos por su aparente insignificancia. Aquel desconocido muchacho, perdido entre la multitud, que llevaba en su zurrón cinco panes y dos peces, ese poco que el Señor necesitaba en ese momento para hacer el portentoso signo de la multiplicación de los panes. Aquel hombre cargado con su cántaro de agua, que los discípulos encontraron a la entrada de Jerusalén y que les llevó hasta el dueño del Cenáculo donde había de celebrarse la Última Cena. Los niños que, jugueteando con alboroto por allí cerca, fueron puestos como modelo y ejemplo ante la mirada atónita y sorprendida de sus discípulos. Los amigos del paralítico que, por conseguir su curación, fueron capaces de subirle al tejado, hacer un boquete y descolgarlo con esfuerzo, ante la espectacular sorpresa de tantos fariseos y maestros de la Ley que escuchaban al Señor. Los cambistas y vendedores de palomas que, como todos los días, intentaban hacer su pequeño negocio con el turismo religioso del Templo. Las mujeres que acompañaron con sus lágrimas y lamentos el camino de Jesús hacia el Calvario. El hortelano a quien María Magdalena echó la culpa de que se hubieran llevado del sepulcro al Señor. Las multitudes aún más anónimas que siguieron al Señor y de las que el Evangelio no ha recogido detalle alguno.

La Iglesia, como el Evangelio, se apoya en esas entregas ocultas y escondidas, incontables, que sólo la mirada del Padre conoce. No hace falta que estén en la lista de los grandes, ni en la de la Iglesia, ni en la del mundo. No hay vocaciones grandes y vocaciones pequeñas. Cuánta contemplación callada, cuanto escondimiento hay detrás de los milagros de Jesús, de sus predicaciones, de su pasión, de su Cruz. Cuánta fecundidad apostólica tiene esa fe silenciosa que acompaña al Señor en lo pequeño y ordinario del día a día y en ese sitio que pasa desapercibido a los ojos de todos. No pensemos que la llamada del Señor va acompañada de grandes espectáculos y pompas. Más bien todo lo contrario. Por eso, no podemos desaprovechar ninguno de todos esos momentos, ocasiones, personas, etc., que entretejen nuestra vida cotidiana. En esos detalles insignificantes y en la fe silenciosa del día a día nos espera Dios.