La Palabra de Dios hoy nos habla de perfección, de santidad. Pero lo hace en imperativo, no sólo como indicación o consejo: “Sed perfectos”. Es un Evangelio radical: Cristo manifiesta una novedad total y revela en forma de llamada el camino que tenemos que recorrer. No hay medias tintas, ni lugar a dudas. Rompe de raíz con las normas judías, pero también manifiesta la hondura de un modo totalmente novedoso de relacionarnos con Dios y con los demás. De hecho, no es radical, sino super-radical, revolucionario: no hacer frente a quien nos agravia, ofrecer la otra mejilla, magnanimidad con el que te denuncia, generosidad con quien te pide acompañarle, amar al enemigo.

La clave de esta novedad la señala Cristo: veracidad. Si hay novedad de vida no podemos luego comportarnos del mismo modo que el resto. La gracia de Dios, la llamada a ser hijos de Dios nos introduce en un nuevo modo de relacionarnos con Dios y con los demás. Si nos portamos igual que los demás, con las mismas costumbres y criterios morales, no habrá ninguna novedad. Si un cristiano no aporta nada nuevo a otras personas, quizá es porque, como dice el Papa Francisco, está mundanizado. Es como el resto, piensa como el resto, vive como el resto.

Lo propio del cristianismo es aportar lo que no hay. Y en nuestra cultura actual Cristo tiene muchísimo que aportar a nuestras vidas. Viene como luz, como camino, como maestro y guía, como hermano y redentor. Necesitamos mucho amor, mucha misericordia, mucho perdón, pero en una medida rebosante, no calculada. Sólo así se redime el corazón, con una sobreabundancia de amor, perdón y misericordia. No bastan medidas “normales”.

Y por eso, la respuesta divina a nuestra condición humana es desbordante, colmada: el primero que ha ido más allá es el mismo Señor. No se conforma con haberse encarnado, ni siquiera con darnos buen ejemplo o dejarnos su Palabra escrita. Conoce nuestra condición humana y sabe que sin Él no podemos hacer nada. Su proyecto para cada hombre no tiene medidas normales, sino sobreabundantes: es la santidad propia de Dios que se derrama en el hombre. “Seréis santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy Santo”, dice a Moisés.

Un proyecto así requiere medidas extraordinarias: el Señor ha decidido plantar su cuartel general en nuestro propio corazón. Desde en interior de nuestra alma le será más fácil tirar de nosotros y configurarnos a Él. Cristo nos ha constituido a cada bautizado en templo de Dios, en morada de Dios. San Pablo lo explica hoy de modo muy gráfico: igual que una iglesia es consagrada a Dios, la iglesia más importante para Él es cada alma, cada corazón, que ha sido consagrado como casa de Dios, como templo de Dios. Sólo obrando Él en nosotros podrá ser realidad la sobreabundancia que nos pide. Un obra santa, que refleje la santidad y perfección de Dios, sólo podrá llevarla a cabo el mismo Autor.

El lenguaje de la santidad, de la perfección, da miedo. Quizá porque con el paso de los años y la experiencia acumulada somos más conscientes de lo que cuesta, y experimentamos una tendencia a no luchar como debemos. Nos vamos acostumbrando quizá a ir tirando, y sin muchas esperanzas de cambiar excesivamente. Esto no pasa en la juventud: es el momento de los ideales, de la creatividad, de la fogosidad; pero también de la imprudencia y de los líos que provoca la inmadurez.

Estas dos facetas, juventud y madurez, son complementarias y no obstaculizan la obra de la gracia de Dios. En el centro de nuestras vidas inhabita Dios, para obrar como Él obra, no con nuestra medida. Basta un poco de buena voluntad, y un deseo auténtico, un “querer de verdad”. Quizá el problema que nos impide crecer al ritmo de Dios es que muchas veces en realidad “no queremos querer”. Decimos que queremos, pero en el fondo del corazón, la respuesta es “mañana”, otro día, cuando mejoren las circunstancias, etc. Y de este modo justificamos nuestro modo de obrar.

Y el Señor, que está dentro del alma, se queda pensativo y con cara de interrogante, esperando que le prestemos más atención y le permitamos un margen de acción mayor.

Un cristiano lleva a Dios dentro. No es una imagen. Es la radical novedad que nos trae el Evangelio. Es la fuente del cristiano, de su moral, de su querer. Cristo nos pide ser perfectos porque ya tenemos lo que nos pide: tenemos al Perfecto. Ahora sólo hace falta que cada día vivamos de eso, y no de tantas tonterías que despistan nuestro corazón.