El fragmento del Libro del profeta Isaías de la Primera lectura, pertenece a los capítulos que describen la situación del Pueblo de Israel en el destierro en Babilonia: el Templo, lugar de la Presencia de Dios, ha sido destruido; la tierra que el Señor había entregado como heredad a Israel, les ha sido arrebatada. Se tambalean los pilares sobre los que se funda el Pueblo elegido. ¿Acaso Dios se ha olvidado de nosotros? Esta era la pregunta de muchos israelitas, la cuestión insidiosa que arrojaban sobre ellos una y otra vez los invasores. No, Dios, por medio del profeta consuela a su Pueblo, abre camino a la esperanza: “Aunque una madre se olvidase del hijo de sus entrañas, yo jamás te olvidaré. En las palmas de mis manos te llevo tatuado”. Qué imagen más conmovedora. Dios no se olvida, puede parecer que por un momento nos oculte su rostro, pero aparecerá de nuevo para que lo volvamos a glorificar. Paradójicamente el ocultarse de Dios es el camino para que le encontremos: “Tu rostro buscaré Señor, no me ocultes tu rostro”.

Dios en su redención es libre, pero parece que el grito del pueblo de Israel ha conmovido las entrañas de Dios y nos ha hecho ver su Rostro. Quién, encontrándose con Jesús, no podía intuir la respuesta de Dios al clamor de su Pueblo. Es cierto que todos no le reconocieron, pero esto no es una cuestión de Dios, sino de la apertura de los hombres: los lirios del campo, los pájaros que ni siembran ni recogen, ambos están delante de nuestros ojos para que podamos reconocer la Providencia de Dios; pero, de nuevo, no todos la reconocen. En nuestra percepción también estamos heridos por eso Jesús viene a curarnos, se acerca a los hombres y nos enseña a mirar de un modo nuevo, a ver con una luz que no procede de nosotros. Si lo pensamos, esta es también la tarea de la Iglesia, iluminar al mundo para hacerle ver las cosas desde el corazón de Dios: “Que la gente sólo vea en nosotros servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios.”

En un mundo en el que se multiplican las opiniones, los puntos de vista, el Señor nos ha enviado a testimoniar la mirada que Él tiene sobre el mundo y sobre los hombres, una mirada providente, misericordiosa, que se preocupa por nosotros y nuestras necesidades. En este caso no podemos servir a dos señores, no podemos “nadar y guardar la ropa”, no podemos “poner una vela a Dios y otra al diablo”: o tenemos la mentalidad y la mirada de Dios, o tenemos la del mundo. Dejémonos instruir y curar, por tanto, para adquirir una mirada nueva. Es cierto, no es fácil luchar solos contra los bombardeos constantes de la infinidad de puntos de vista: no os preocupéis, “sobre todo buscad el reino de Dios y su justicia; lo demás se os dará por añadidura.”