Eclesiástico 35, 1-15

Sal 49, 5-6. 7-8. 14 y 23

San Marcos 10, 28-31

Muchas veces, y esta es la realidad, nos gustaría que la Iglesia se identificara con nuestros deseos, de la misma manera que, en tantas ocasiones, y dependiendo de las circunstancias, fabricamos un dios a nuestra imagen y semejanza. Somos capaces de exigir, cuando en verdad nos presentamos con las manos vacías, no sólo ante Dios, si no ante los que tengo cerca de mi.  ¿De qué me sirve llorar ante una supuesta “experiencia mística”, cuando, de verdad, lo que Dios me está pidiendo es más docilidad y más normalidad en mi conducta?… ¿Por qué deseo que la Iglesia justifique mis pecados cuando soy incapaz de perdonar al que me ha ofendido?

“Muchos primeros serán últimos, y muchos últimos primeros”. En ese trastocar (consciente o inconscientemente) lo que le corresponde a Dios y a nosotros, hay, en definitiva, un problema con la verdad. La afectividad se ha apoderado de nuestra razón, y “a ver quién es el guapo” de demostrar lo contrario. Parece que se hubiera puesto un gigantesco cartel en las nubes que dijera: “Todo vale cuando se trata de contradecir la voluntad de Dios, ahora bien, que nadie se atreva a llevarme la contraria”. Pero, ciertamente, más que en las nubes, Dios se encuentra en nuestros corazones, aunque se encuentren un tanto endurecidos… La Virgen los transformará en carne si somos capaces de decir, tal y como dijo un día Ella: “He aquí la esclava del Señor”.