Santos: Pedro de Zúñiga, Lucio, Ceada, obispos; Jovino, Basileo, Pablo, Heraclio, Secundila, Jenara, Absalón, Lorgio, mártires; Andrónico, Atanasia, confesores; Fridolino, abad; Simplicio, papa; beata Ángela de la Cruz, fundadora de las HH. de la Cruz.

Por ahí se las ve de vez en cuando sin amilanarse ante la meteorología que predijo el último parte; aguantan con sonrisa en la cara y sin quejas el calor del verano bien metidas en sus ropas de todo tiempo nada refrigeradas y bendicen a Dios por el frío del invierno que también suele hacerles daño en los pies metidos en las alpargatas pobres que calzan sin prestar abrigo; van con su manto marrón y toca fija muy blanca de un sitio a otro, de dos en dos, en silencio, recogidas y… ¡a lo suyo!… La gente las llama «las Hermanas de la Cruz». Para muchos son unas monjas más ante las que no se presta más atención que la de contemplar un número extraño por la vestimenta; para otros no dejan de ser el exponente anacrónico cada día más extraño de un tiempo ya pasado no solo en su continuidad, sino también en las motivaciones; otros les perdonan la vida en un alarde de generosidad democrática; también hay quienes sonríen entre divertidos y compasivos o caminando entre la ironía y la altivez; los menos, al verlas, saben que aún está vivo el Evangelio. Sea como sea, ellas van a lo suyo. Y lo suyo es lo de los otros; apurando, lo suyo es lo de Dios.

Ángela nació en Sevilla el día 30 de enero de 1846 y se bautizó justo a los tres días después, según lo atestigua el archivo parroquial de Santa Lucía.

Su familia era pobre, honrada y trabajadora. A Ángela le llegó la hora de arrimar el hombro a las cargas familiares y se puso a trabajar en un taller de zapatería, cosa que recordará siempre con simpatía.

Comenzó a notar especial llamada de Dios para una entrega más fiel en una época en que prima en la sociedad española el afán de riqueza, poder y soberbia con una dosis fuerte de sensualidad y olvido consiguiente de Dios.

Ayudada por la guía espiritual del canónigo de la Catedral Hispalense, Padre Torres Padilla, va descubriendo –en ámbito de estricta piedad y penitencia– por dónde se están clarificando los designios de Dios. Intuye que la llama el Señor a dar testimonio de pobreza y desprendimiento en la tierra y el camino han de ser los pobres del mundo; un terreno cuyo ambiente ella bien conoce.

Comienza una Institución con tres compañeras que ya van participando de los mismos deseos. La pretensión será servir a los pobres haciéndose pobre como ellos y llegando a considerarlos como sus señores. Buscó al pobre en su casa. Descubrió dónde había enfermos más necesitados para atenderlos allí con el calor del propio hogar. Fue Dios quien le marcó el camino de la cruz y del sufrimiento, invitándola a poner su morada en el Calvario, a lo que ella respondió sin reservas. Solo desde el enamoramiento de Jesucristo se puede entender la heroica caridad de «la zapaterita» con los pobres; esa caridad que exige la previa renuncia al propio yo.

Fundó las Hermanas de la Compañía de la Cruz, dedicadas a la asistencia y socorro tanto espiritual como material de los desheredados del mundo desde la más estricta y exigente vida de pobreza, oración y penitencia vivida en comunidad, como lo consigna la Santa Regla.

A su muerte, en el año 1932, ha dado un testimonio de exquisita caridad evangélica y deja tras de sí una familia religiosa que amplía sus casas, traspasa fronteras y dedica con alegría lo mejor de sus fuerzas a vivir el carisma fundacional de extender el Evangelio y procurar la salvación de las almas con sus medios específicos consistentes en visitar en sus domicilios a los enfermos más solos y pobres, dándoles compañía, consuelo y ánimo para ejercitar las virtudes cristianas; si hace falta, ponen remedio material a sus necesidades, aunque para ello haya que pedir limosna; no descuidan velar a los enfermos en sus casas por la noche cuando su presencia es necesaria, y prestan atención a las niñas que puedan estar desamparadas.

El día 5 de noviembre de 1982 fue beatificada en Sevilla por el papa Juan Pablo II.

La Iglesia, en cada época, se hace creíble por la caridad, que es el signo distintivo de los discípulos.