Isaías 58, 9b-14

Sal 85, 1-2. 3-4. 5-6

san Lucas 5, 27-32

Cuando lo hagas así, nos dice el Señor por el profeta: Brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad se volverá mediodía. No estamos condenados, por tanto. En medio de nuestra debilidad, el Señor es compasivo con nosotros. En el más crudo de los desiertos manará agua y crecerán a su vera árboles con preciosos frutos. El Señor no ha terminado con nosotros, porque Dios es nuestro Redentor. ¿Cómo? Ahí está la cuestión. ¿Cómo lo ha de conseguir él?, pues él será quien nos redima, no nuestra sofisticadas gimnasias. Es verdad que, viéndonos en el estado en el que estamos, nos crece un deseo irresistible. Melancolía de Dios. Por eso, sabiendo muy bien quién somos, a la luz de la lectura del Isaías de ayer, gritamos al Señor con el salmo. Tú eres mi Dios, ten piedad de mí, Señor. De otro modo, ¿qué haré?, ¿cómo saldré de ese estado de putrefacción, desidia y menosprecio a que todo parece invitarme en este mundo torcido, antes epulonario, pero que está en crisis abierta? Señor, escucha mi oración, porque tú eres bueno y clemente, rico en misericordia con los que te invocan. Atiende la voz de mi súplica. Si él no lo hace, ¿quién, pues? ¿Tú, yo mismo?, ¿cómo?, ¿estirándonos de las orejas?

Leer el evangelio de hoy nos llena de consuelo. Vemos a un pecador público, empedernido, rechazado por todos con mucha razón, sentado allá en donde ejerce su trabajo esquilmatorio, seguramente protegido de cerca por la autoridad romana. Está enfermo. Necesita de médico. Posiblemente él es muy consciente de esa necesidad. Médico del alma. Médico de sus nostalgias. Médico del su quehacer en la vida. Ni siquiera como Zaqueo quiere ser él quien vea a Jesús, para lo que correrá a subirse al árbol, porque era pequeño. Levi, no. Ni se entera. Ni le importa. Está a sus cuentas y dineros. Posiblemente con la nostalgia de Dios en su corazón, aunque ni siquiera eso lo sabe muy bien, porque él ha decidido estar solo a lo suyo. Es Jesús quien le ve y le llama: Sígueme. El pasmo del recaudador es asombroso, ¿cómo, yo? Él, dejándolo todo, se levanta y le sigue. La iniciativa es totalmente de Dios. Es Jesús quien le ve y le llama. Por su parte no hay nada previo. A lo más esa difusa nostalgia de Dios. Con la mirada, todo se le da en un de pronto. Jesús le mira y todo se le hace posible en él. Aquella nostalgia, tan difusa, tan nada, se hace salto enorme en su silla y en su vida cuando Jesús, tras la mirada, añade: Sígueme. Ese es el momento fundamentador de su vida. Desde ese instante es otro, y sigue a Jesús. Le da por entero su vida. Un seguimiento menesteroso, pero cuajado de la gracia. Ya no vive en la nostalgia, si es que estaba enfrascado en ella, sino en la plenitud de su realidad.

La mirada de Jesús nos hace levantar la vista hacia él, para siempre, y dejarlo todo por seguirle. Una vez más, los fariseos y escribas, que solo se miran a sí mismos, nada comprenden, y condenan, porque, es verdad, Jesús y los suyos comen con publícanos y pecadores, lo que ellos, en nombre de su Dios, jamás harían. No entienden lo obvio, que Jesús ha venido a llamar a los pecadores, para que se conviertan. Una mirada suya lo consigue. Y tras la mirada, la palabra: Sígueme.