Ha pasado una semana desde que nos impusieron la ceniza. En las lecturas de hoy encontramos una llamada urgente a la conversión. La enseñanza nos viene dada por el ejemplo de lo sucedido en Nínive, en tiempos del profeta Jonás, y por las palabras del Señor que recuerdan lo allí sucedido. Se nos llama a la conversión al tiempo que se nos recuerda la misericordia de Dios.

Necesitábamos esta llamada. Al menos yo la necesitaba. Porque inicio la Cuaresma con cierto entusiasmo y algunos buenos propósitos pero, en seguida, como que se me olvidan o me canso. Así que hoy me llama la atención la prontitud y radicalidad con que tanto el rey como todos los habitantes de la ciudad acogieron la predicación de Jonás.

El rey señala muy bien qué es lo que hay que cambiar: “conviértase cada cual de su mala vida y de las injusticias cometidas”. Así, por un lado, hemos de reconocer lo que hemos hecho mal. Sin duda, intensificar la oración, practicar con más ahínco las obras de misericordia e insistir en el ayuno, pueden ayudarnos a tomar más conciencia de nuestros pecados. Porque el volverse hacia Dios tanto de corazón como mediante las obras proyecta luz sobre nuestra realidad.

Por otra parte, el evangelio, nos invita a mirar a Cristo. No hay nadie mayor que él. Es el Hijo de Dios que se ha hecho hombre y ha venido hasta nosotros para mostrarnos su misericordia. Contemplar a Cristo debe mover nuestro corazón. En él reconocemos la bondad infinita de Dios que se nos ofrece; que está dispuesto a perdonar nuestros pecados; que nos llama a compartir su vida y su amor. El Papa Francisco, al inicio de esta Cuaresma, señalaba que es un tiempo de esperanza. Lo es, porque vemos que nuestra vida puede ser totalmente transformada. No es, principalmente el esfuerzo que nosotros vamos a realizar, sino el amor que Dios nos tiene, su gracia.

Mirar a Cristo y conmoverse por su amor. Descubrir su mirada y darnos cuenta de la mano que nos tiende para que nuestra vida cambie. Pedir al Señor que nos ayude a acoger su invitación y hacerlo con la misma inmediatez y entusiasmo que los habitantes de Nínive.

El salmo contiene una bella invitación. A veces nos cuesta ponernos en camino o nos desanimamos apenas iniciado. El salmista se dirige a Dios implorando su misericordia. Le dice que no tiene nada que ofrecerle, pero sí su corazón dolorido por sus faltas. Un corazón que ha sido abatido por el pecado pero que deja de enorgullecerse de ello y reconoce su flaqueza. No le importa reconocerlo ante Dios, porque sabe que es rico en misericordia.