Las lecturas de hoy nos hablan de la importancia de insistir en la petición. Dios siempre nos escucha. Por una parte tenemos el ejemplo de la primera lectura. La reina Esther tiene por delante una importante misión. Han conspirado contra el pueblo de Israel y quieren destruirlo. Ella, por su posición, puede influir ante el rey. Pero hay varias dificultades: cómo presentarse ante el rey, qué decirle y, lo más importante, encontrar las fuerzas para hacerlo. Entonces Esther hace esa bella oración que hoy leemos. Fijémonos en algunos contenidos de la oración.

Esther reconoce todo lo que Dios ha hecho con su pueblo. Los favores concedidos.

Esther es consciente de los pecados que ha cometido su pueblo.

Esther invoca el poder de Dios para que los salve.

Esther no pide a Dios que la exima de su obligación, de su puesto en la historia, sino que le pide fuerzas para cumplir adecuadamente su misión.

Son cuatro aspectos muy significativos que nosotros podemos tener siempre presentes en nuestra petición. La oración tiene siempre presente la relación de Dios con nosotros. Esther se sabe miembro del pueblo de las promesas. Nosotros, a través de Cristo, somos hijos de Dios y podemos llamarle Padre. Cuando nos dirigimos a Dios tenemos presente nuestra historia y reconocemos todos los bienes que hemos recibido de él. Además (especialmente en Cuaresma) tomamos conciencia de que no siempre hemos respondido a la gracia de Dios (“vosotros que sois malos”, dice Jesús), pero a pesar de ello reconocemos la bondad y el poder de Dios. Al mismo tiempo no pedimos a Dios que nos saque las castañas del fuego sin hacer nada nosotros sino que, como Esther, le pedimos la fuerza para hacer lo que debemos hacer. Además nos damos cuenta de que el bien que hemos de realizar, con la ayuda del Señor, redunda también a favor de otros.

En el evangelio de hoy, además, encontramos una conclusión singular. Jesús nos ha hablado de la confianza con que hemos de dirigirnos a Dios. Todo lo podemos esperar de él. La experiencia del que reza es similar a la del salmista (“cuando te invoqué, me escuchaste, Señor”). El Señor es bueno con nosotros. La lección que aprendemos en la oración nos lleva a la práctica de la caridad (“tratad a los demás como queréis que ellos os traten”). Así vemos como la petición conlleva la transformación de nuestra vida. El bien que alcanzamos siempre que nos dirigimos a Dios es el de configurarnos cada vez más a Jesucristo y ser capaces de amar como él nos ha amado.

Vivimos en una época muy inmediatista. Todo lo queremos conseguir en seguida. No sabemos esperar ni tampoco insistir de la manera adecuada. La perseverancia en la oración nos ayuda a crecer en la fe, la esperanza y la caridad.

Que este tiempo de Cuaresma nos ayude a conocer cada vez mejor el misterio de la paternidad de Dios que se nos ha revelado en Jesucristo y, acercándonos con espíritu filial, sepamos pedirle lo que más nos conviene para nuestra salvación.