A nadie nos gusta que nos corrijan. Supone siempre una violencia para nuestro «ego». Pero la Verdad dicha con respeto y para buscar la perfección del otro, siempre construye.

La Palabra de Dios siempre es la Verdad que nos corrije. Por eso, siempre nos purifica, se convierte en un pequeño purgatorio anticipado. Pero, ¿estamos dispuestos a que el Alfarero modele nuestra historia?

Jeremías era las manos de Dios que quería modelar a su pueblo en la verdad, pero su pueblo, por su «ego» endurecido no quería corregirse. ¿Para qué seguir las palabras exigentes de Jeremías si se conformaban con las palabras suaves de los sacerdotes y profetas del Templo? Y la mediocridad del pueblo hacía odiosas las palabras del profeta que anunciaba la perdición de Jerusalen si no había una verdadera conversión.

También Jesús se hizo odioso por sus palabras llenas de exigencia y de libertad frente al poder y el dinero. Jesús  quiere que no nos conformemos. No podemos callarnos la injusticia por miedo a perder la imagen ante los demás. Ni mirar a otro lado cuando vemos el dolor del prójimo, pensando que eso no nos incumbe. Sin embargo, eso es ¡beber el caliz de Jesús! Él hace así: viene a servir y a dar su vida en rescate por muchos. Porque no se desentiende. Y en esta ciudad en que nos movemos -y me lo digo a mi mismo-, miramos poco a los demás. Nos preocupamos de resolver nuestra pequeña escala sin complicarnos con la historia del otro… Y Jesús nos dice: ¡hay que servir! ¡Hay que beber de mi caliz! Cuando esto ocurre, el mundo se transforma.

Desde hace unas horas, creo que ya no soy el mismo. Me ha tumbado el testimonio de una familia de Italia que han acogido en su casa a un chico musulmán del Senegal, que habiendo salvado su vida tras pasar en lancha el mediterráneo, le diagnosticaron en el Hospital de campaña un cáncer terminal. Le acogieron en su casa, le trataron como un hijo más. Los chavales de este matrimonio, le vieron como un hermano, y le ayudaron a llevar adelante, en familia, los últimos meses de su vida. Hubo dos oraciones por su alma, en la parroquia y en la mezquita que frecuentaba. En ambos lugares se sentía la fraternidad entre todos. Cuando localizaron a la madre del jóven para darle la noticia, dijo a esta familia: «siempre estaré agradecida a Dios por lo que han hecho por mi hijo. Yo le he dado a mi hijo la vida natural, pero ustedes le han dado la vida verdadera».

Realmente merece la pena convertirse y no conformarse. ¡Cuántas son las maravillosas obras que podría hacer Dios con nosotros!