¿Hay alquien que atente contra tu vida?

Esperemos que no.

¿Pero puede alguién o algo atentar contra tu fe?

Sin duda.

Cuando los hermanos de José quisieron acabar con la vida de su hermano, buscaban  quitarle a José el privilegio de esa relación tan íntima que tenía con su padre Jacob. De algún modo, sus hermanos «envidiaron» el amor que tenía Jacob por su hijo y por eso atentaron contra su vida, pensando que serían ellos entonces los destinatarios de ese amor.

Jesús se presenta ante los fariseos y los sacerdotes de Israel como un nuevo Jacob, dispuesto a dar a sus apóstoles la herencia de ser los nuevos hijos de Dios y líderes del pueblo. Igualmente podemos ver a Jesús como el nuevo José, como el hijo predilecto y amado de su Padre, con una relación única con Yahveh. A Jesús entonces, para llevarle a la muerte,  le acusarán de blasfemo, porque el sanedrín quiere acabar con su pretensión de ser el Hijo amado de Dios. Era como si quisieran arrancarle esa pretendida cercanía de Dios… Era como si hubieran querido quitarle su confianza en Dios-Padre y la fe del pueblo en él. Y lo vieron cumplido cuando le oyeron gritar en la cruz «Dios mío por qué me has abandonado»…

Cuando uno recuerda la historia de José o la parábola de los viñadores homicidas, te das cuenta que el atentado no es sólo contra la vida, es un atentado contra la relación que tenemos con Dios. ¿No es lo más preciado que tenemos? Yo tengo una relación preciosa con mis padres, con mi hermano, con mis amigos… Pero la relación más bonita es la que tengo con Dios. Y esa relación ilumina todas las demás. Las llena de contenido. ¿No os ocurre a vosotros? Por eso, si perdiera la fe, perdería el sentido de mi vida, porque perdería la razón de porqué amar 100 veces más a mis padres, 100 veces más a mi hermano, 100 veces más a mis amigos y conocidos. Quien atenta contra la fe de alguien realiza el peor de los atentados.

Quisiera que nos unamos haciendo una oración al Espíritu Santo por estas situaciones. Todavía llevo en mi corazón aquella niña de nueve años de aquel pueblo que, tras hacer la primera comunión, los domingos para ir a misa, tenía que despertarse sola, vestirse sola, desayunar sola, e ir sola a la Iglesia; mientras que durante el resto de semana, sus padres la levantaban, la aseaban, la ayudaban a vestirse, le preparaban el desayuno y la acompañaban a la escuela. Y todo por no perder esa relación con Jesús. Aquella niña siempre será un ejemplo para mí.