No hay en los Evangelios una sola palabra de reproche o de condena de Jesús hacia la mujer. Las escenas evangélicas que el Señor protagoniza con las mujeres son páginas deliciosas, cargadas de una exquisita finura y delicadeza hacia sus interlocutoras. Nadie como Él conoce esa filigrana rica y delicada que es el corazón femenino, hecho y querido por Dios para afrontar la gran tarea de la maternidad, de la que pende todo el género humano. Con razón, san Juan Pablo II definió a la mujer como la mejor custodia y guardiana de lo humano.

Aquella mujer, que pasaba por pecadora y adúltera a los ojos de tantos escribas y fariseos de la época, encontró en el Señor ese cobijo de misericordia, que nunca antes había encontrado ni en la Ley ni, por supuesto, en la infidelidad adulterina de tantos hombres que, durante muchos años, se habían aprovechado de ella. Hay que ponerse en la situación de aquella mujer sorprendida en adulterio para captar algo de lo que supuso para ella sentirse perdonada de aquella manera. Los escribas y fariseos la condujeron ante Jesús, entre empujones, bromas y sarcasmos, y la dejaron allí en medio, postrada en la arena y hundida por la vergüenza y la humillación. En realidad, estaban utilizando su pecado para alardear de esa autoridad postiza que todos les reconocían y esconder detrás de ella un pecado aún mayor. Y el Señor, una vez más, calla. Era el único que podía acusar con autoridad y, sin embargo, une su silencio al de aquella mujer aplastada por su pecado y por la hipocresía de los demás.

Solo el dedo del Señor habló, escribiendo en la arena. Ese dedo de Dios, que había creado los cielos y la tierra. Ese dedo con el que Dios, en la creación, modeló al ser humano que ahora se volvía contra Él y alardeaba ante su dueño de ser una pobre criatura. Y aquel dedo de Dios tocó la arena, aquella en la que yacía el pecado de la mujer, para mostrar en el perdón y la misericordia un poder divino aún mayor que el poder creador. Aquella arena que acogía a la mujer y que era tocada por la mano de Dios salió perdonada mientras que el barro orgulloso de los acusadores huyó abochornado con su propio pecado. Cuando todos terminaron de marcharse, incapaces de tirar la primera piedra contra ella, allí, postrada en silencio ante el Señor, la mujer pecadora se sintió profundamente amada y acogida, como nunca antes lo había sido. El Señor le devolvió su dignidad perdida y le regaló el perdón de su vida, sin reclamarle siquiera una palabra.

Hemos de aprender a no juzgar ni acusar a otros, sobre todo cuando nosotros mismos yacemos postrados en esa misma arena de pecado. No nos dejemos arrastrar tampoco por las críticas y juicios ajenos, y no nos creamos las adulaciones de otros que pretenden enredarnos y hacernos cómplices de su propio pecado. Cuántas veces detrás de nuestro dedo acusador, dispuesto a señalar y acusar al otro, se esconde la justificación de nuestras propias faltas y pecados. Ponte siempre del lado del perdón y la misericordia, porque la medida que tú uses con otros es la que usarán contigo.