Las lecturas de hoy sobrecogen a un alma sencilla por dos afirmaciones. La primera aparece en el libro de los Hechos de los Apóstoles: hoy se nos relata que en Antioquía por primera vez se llamó a los discípulos “cristianos”. Puede parecer algo irrelevante, pero no lo es: “cristiano” hace referencia a Cristo, nos identifica con Él, nos hace suyos: somos de Cristo –ovejas suyas dirá el Evangelio- y esto tendría que sobrecogernos: mi vida, mis anhelos, mis esperanzas, mis dificultades son suyas; Él ha dado su vida por mí y por eso le pertenezco, pero no como un esclavo sino en una relación que me hace verdaderamente libre porque es una relación que nace de la Misericordia, del su Amor por mí.

“Cristiano” me identifica, además, con millones de personas que invocan su Nombre, que desde hace más de dos mil años, en Oriente y en Occidente, son sus discípulos, discípulos que, aun hoy, en muchos lugares, son perseguidos por llevar ese nombre, discípulos que han entregado y entregan generosamente su tiempo, sus fuerzas, sus vidas haciendo presente este Amor y esta preferencia… ¡Debemos portar orgullosos este nombre: nos identifica con Cristo y con una familia, con una comunidad! “Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano”. ¡Qué alegría! ¡Qué consuelo para el corazón ser de Cristo, por el Bautismo, para siempre!

La segunda afirmación aparece en el Evangelio: “Yo y el Padre somos uno”. Esto no tiene que ver únicamente con la Teología Trinitaria: si Jesús y el Padre son uno y si yo, cristiano, soy de Cristo, soy también del Padre. Deberíamos estar también orgullosos de nuestro Padre Dios, que nos quiere, que siendo el Creador de todas las cosas, el Todopoderoso, se ha hecho mendigo de nuestro amor.

¿Cómo no conmovernos ante estas dos afirmaciones?