¿Dónde está el amigo que siempre busco?

¿Dónde está la felicidad que tanto ansio?

¿Podría no existir pero… por qué existo?

¿La belleza del mundo tiene un principio y un fin?

Cuántas preguntas rondaban en el corazón inquieto de Justino. Probablemente uno de los más grandes filósofos de la primitiva Iglesia, grande entre los grandes padres apologetas. Justino había sido educado para aspirar a lo más alto, reunía lo mejor de oriente y occidente. Nacido en Siquem, en Palestina, vivió rodeado de la cultura greco-romana pero conocía la historia judía. Su mente siempre estuvo abierta a conocer el verdadero origen y causa de cada cosa. Y lo buscó sin descanso, entre los estoicos, aristotélicos, pitagóricos o platónicos…

Releyendo la vida de san Justino y después de más de 15 años sirviendo en la misión evangelizadora de la Iglesia, me he dado cuenta que Dios se revela rápidamente a aquellos corazones que cumplen dos condiciones: que confian que existe la Verdad (la razón de toda la realidad) y un deseo inmenso de conocerla. Es como si Dios encontrara un corazón que le gritara, que le rezara sin cesar. Por el contrario, ¡qué difícil resulta la manifestación del amor de Dios a un corazón cerrado sobre sí mismo y reducido a lo material! (Me recuerda a lo que dijo Jesús… «¡Qué dificil  le es a un rico entrar en el reino de los Cielos!») Un pobre de corazón, no es una persona ignorante o simplona, puede ser una persona culta y bien formada, pero dispuesta a perder sus convicciones más profundas en honor a la Verdad. Como decía una mística de nuestro tiempo: entre todas las estrellas maravillosas que brillan en el firmamento elegí una: La Verdad.

¿Y cuál es la Verdad? Ya sabes… No es una definición filosófica sino una persona. «Yo soy La Verdad…» (Jn 14,6); así se definió Jesús a sí mismo.Y de él mana todas las verdades, todas las respuestas. Escucha hoy el evangelio porque nos lo ha dicho todo. ¿Cuál es el fin de la Vida humana? ¿Cuál es la Verdad del hombre? Escucha a Cristo: el fin es la Unidad. El origen fue la Unidad del Amor entre el Padre y el Hijo. Dios nos quiso crear para que fuéramos, entre todos los seres del Cosmos, interlocutores de Dios. Pero, en Jesucristo, nos eligió para que nos uniéramos para siempre en la misma vida de Dios. Hijos partícipes de la vida del Padre. Viviendo unidos en la verdadera patria, amándonos en la luz eterna entre el amor del Padre y del Hijo en el Espíritu. Una unidad que llena de felicidad y plenitud. Por tanto, todo lo que hagamos en este mundo si tiende a la unidad en nuestro ser, en nuestras relaciones y entre nosotros con Dios, será su cumplimiento. Si tendiera a la división o al egoismo, es su destrucción. Y por ello, merece dar la vida. Como confesó Justino ante el prefecto romano que le llevo al martirio: » Yo sólo espero entrar en la casa del Señor…; pues sé que a todos los que vivan rectamente les está reservada esta recompensa divina hasta el fin de los siglos».